Elpis Israel - La Esperanza de Israel - Segunda Parte - Capítulo 3 SE PREDICA EL EVANGELIO A ISAAC Y A JACOB LA DOCTRINA BIBLICA DE LA ELECCIÓN Se predica el evangelio a Isaac -- La elección de Jacob -- La doctrina bíblica de la elección -- No conforme a la tradición popular -- Cómo son elegidos los hombres, y cómo pueden saberlo -- Esaú aborrecido -- Visión de la escalera de Jacob -- La preocupación de Jacob por su cuerpo después de la muerte -- La ansiedad de José por sus huesos -- La profecía de Jacob acerca de los últimos días -- Resumen de "la fe" a la muerte de José -- Puntos establecidos -- Cronología de la época antes de la ley. Habiendo sido perfeccionada la fe de Abraham por la severa prueba a la que fue sometido en el Monte del Señor, el resto de su estancia entre los seres humanos parece no haber sido ilustrado por visitas angélicas. Sara había muerto “en Quiriat-arba, que es Hebrón, en la tierra de Canaán” (Gén. 23:2), dos años después de que se mudaron de Beerseba, donde él continuó residiendo por el resto de sus días, cuyo período fue de treinta y ocho años. Durante este tiempo “Yahvéh había bendecido a Abraham en todo” (Gén. 24:1), y llegó a ser grande en medio de Canaán, aunque sólo poseía el campo y la cueva de Macpela que había comprado a los hijos de Het para cementerio. El Señor le había dado ovejas y vacas, plata y oro, y siervos y siervas, y camellos y asnos (Gén. 24:35); y así le dio influencia y consideración entre las tribus circundantes que las riquezas crean con seguridad. Pero en toda su prosperidad, él no olvidaba las promesas. Había criado a Isaac en su propia fe; y a fin de preservarlo de la influencia perversa y corrupta de mujeres incrédulas, y para contribuir al futuro bienestar de sus descendientes, hizo jurar a su mayordomo que no tomaría esposa para su hijo de entre las hijas de los cananeos, en cuya tierra él habitaba; sino de entre sus parientes de Mesopotamia, que parece que también han creído en Dios (Gén. 24:50). Sin embargo, el mayordomo pensó que posiblemente él no tendría éxito; pero Abraham no tenía semejante duda. “Yahvéh, Dios de los cielos, que me tomó de la casa de mi padre y de la tierra de mi parentela, y que me habló y me juró, diciendo: A tu Simiente daré esta tierra; él enviará su ángel delante de ti” (Gén. 24:7) y prosperará tu camino. Isaac tenía cuarenta años de edad cuando se casó con Rebeca, a la cual llevó a la tienda de Sara. Hacía tres años que Sara había muerto. Al término de treinta años desde esta fecha, murió Abraham, a la edad de ciento setenta y cinco, “habiendo morado en tiendas con Isaac y Jacob, coherederos de la misma promesa, durante quince años. “Y fue reunido con su pueblo. Y lo sepultaron Isaac e Ismael, sus hijos, en la cueva de Macpela” (Gén. 25:8-9) en muy buena vejez, como le había dicho el Señor. “Murió habiendo obtenido un buen testimonio por medio de la fe, sin haber recibido las promesas, proveyendo Dios algo mejor para nosotros, para que ellos no fuesen perfeccionados sin nosotros” (Heb. 11:39 – Versión Rey Santiago). Tal es el obituario bíblico de todos los que mueren en esperanza del reino de Dios. Después del deceso de Abraham, levantó su campamento en Hebrón, proponiéndose bajar a Egipto como consecuencia de una hambruna en la tierra de Canaán. Él había viajado hacia el sur hasta Gerar de los filisteos en su camino hacia allí. Pero el Señor se le apareció allí y dijo: “No desciendas a Egipto; habita en la tierra que yo te diré. Habita en esta tierra, y yo estaré contigo y te bendeciré, porque a ti y a tu Simiente os daré todas estas tierras y confirmaré el juramento que juré a Abraham tu padre. Y multiplicaré tu simiente como las estrellas del cielo y daré a tu simiente todas estas tierras; y todas las naciones de la tierra serán bendecidas en tu simiente, por cuanto oyó Abraham mi voz y guardó mi encargo, mis mandamientos, mis estatutos y mis leyes” (Gén. 26:2-5). Con estas palabras, se predicó el evangelio a Isaac como había sido con Abraham antes de él. Él también le creía al Señor; porque por su fe en estas promesas no continuó su camino hacia Egipto, sino que “habitó en Gerar”. No había incertidumbre en la mente de Isaac. Él no miraba más allá del sepulcro como “una ignota región de donde ningún viajero puede volver”. El futuro no era un misterio para él. El “cielo” era para él un estado de felicidad en la tierra –una constitución de cosas bien definida y definible. “Te bendeciré”, dijo Dios; y nótese las bases sobre las que estaba fundada esta bendición; “porque” continuó el Señor. A ti te daré todas estas tierras. Daré todas estas tierras a tu simiente, “la cual es Cristo”, dice el apóstol. Y haré de tu simiente una gran multitud. Y daré a esta multitud de gente todas estas naciones; y, Bendeciré a todas las naciones en tu Simiente, el Cristo. Como Abraham había muerto sin recibir estas promesas que también se habían hecho a él; y como Isaac sabía que ellos habían de heredar juntos, la promesa de que “todas estas naciones” serían para él era equivalente a una certeza de que él resucitaría de entre los muertos, cuando vería a su padre y al Cristo en posesión del territorio; y sus descendientes multiplicados hasta convertirse en una gran multitud, y entonces llegarían a ser una poderosa nación ocupándola de manera exclusiva; y todas las naciones felices y contentas bajo el dominio de Cristo. Éste era el evangelio en el que él creía; y el cielo y la felicidad que él esperaba Después de esto, Isaac sembró en esa tierra, y ese año recibió cien veces, “y el hombre se engrandeció y fue prosperando y engrandeciéndose hasta hacerse muy poderoso”, “y los filisteos le tuvieron envidia”. Y el rey de ellos dijo: “Apártate de nosotros, porque te has hecho mucho más poderoso que nosotros” (Gén. 26:16). Así que él salió de Gerar y se fue a Beerseba. Después de esto, recibió la visita del rey de Gerar, acompañado de uno de sus amigos y del general de su ejército. Pero Isaac no parecía estar complacido por su visita, porque les preguntó: “¿Por qué venís a mí, ya que me habéis aborrecido y me habéis echado de entre vosotros?” La respuesta de ellos muestra que ellos estaban conscientes de la relación que sostenía Isaac con Dios y con sus promesas, porque ellos replicaron: “Hemos visto que Yahvéh está contigo, y dijimos. Haya ahora juramento entre nosotros, entre tú y nosotros, y hagamos pacto contigo, de que no nos harás mal”. Y terminaron declarando su convicción, diciendo: “Tú eres ahora bendito de Yahvéh; es decir, estando muerto Abraham con quien hicimos antes un pacto, la bendición de Dios que le fue prometida a él ahora se haya en ti, de quien queremos amistad y paz. Cuando Isaac tenía sesenta años, y Abraham ciento sesenta, nacieron Esaú y Jacob. Antes del nacimiento de ellos, Yahvéh le dijo a Rebeca: “Dos naciones hay en tu útero, y dos pueblos serán divididos desde tus entrañas; y un pueblo será más fuerte que el otro pueblo, y el mayor servirá al menor” (Gén. 25: 23 – el Versión Rey Santiago). En base a esta elección, el apóstol hace las siguientes observaciones, diciendo: “Cuando Rebeca concibió de uno, de Isaac nuestro padre (pues no habían aún nacido, ni habían hecho ni bien ni mal, para que el propósito de Dios conforme a la elección permaneciese, no por las obras, sino por el que llama), se le dijo: “El mayor servirá al menor, Como está escrito:” A Jacob amé, mas a Esaú aborrecí” (Gén. 25:23). Esta elección tenía relación con el propósito de Dios revelado en las promesas que se dieron a Abraham y a Isaac. Él se propuso hacer una “gran nación” de la posteridad de ellos, y de los cuales “saldrá el que tendrá dominio” (Núm. 24:19 – Versión Rey Santiago). Este propósito no se podría haber llevado a cabo si se hubiese dejado a la voluntad veleidosa del hombre. Abraham habría hecho su heredero a Ismael, e Isaac habría elegido a Esaú, los cuales, como los acontecimientos han mostrado, habrían frustrado “el propósito de Dios”, en vez de promoverlo. Los bárbaros árabes del desierto, que descendieron de Ismael; o los edomitas, la posteridad de Esaú –ambas razas ilustran la oblicuidad moral de sus padres—habrían sido una penosa elección si se hubiera establecido en ellos el propósito de Dios. El rechazo de Ismael y la elección de Jacob demuestra la sabiduría y previsión de Aquel con el cual tuvieron que ver los padres. Él ve el final de todas las cosas desde el principio; y percibe el carácter futuro de las dos razas. Él le dijo a Malaquías: “Amé a Jacob, y a Esaú aborrecí, y convertí sus montes en desolación, y di su heredad a los chacales del desierto” (Mal. 1:2-3). Puede observarse aquí que la elección del pasaje se refiere al “propósito de Dios” en relación con la constitución del reino. Él ha elegido su territorio; ha elegido la nación que la habitará para siempre; ha elegido el rey que ha de gobernar sobre ellos; y ha elegido a sus santos para que le ayuden en la administración de sus asuntos. La elección en todos estos casos ha sido “de aquel que llama”. Sin embargo, esta elección no es como aquella por la cual contienden los “teólogos”; ni tampoco se relaciona con los súbditos de lo cual ellos tratan. ´Él no dice a ese hombre: ‘Te elijo a ti por toda la eternidad para que seas salvo de las llamas del infierno, sin importar lo que hagas’; ni le dice: ‘Yo te predetermino a reprobación y a tortura eterna, sin importar lo que puedas hacer’. Afirmar esto de Dios es blasfemar su nombre. Las Escrituras declaran que “para Dios no hay favoritismos” (Hechos 10:34 - NVI); que “él no se complace en la muerte del malvado, sino en que se vuelva el malvado de su camino y viva” (Ezeq. 33:11); y que “el Señor no tarda en cumplir su promesa, como algunos entienden la tardanza, sino que es paciente para con nosotros, no queriendo que ninguno perezca, sino que todos lleguen al arrepentimiento” (2 Pedro 3:9). Una declaración como ésta está en total desacuerdo con la “teología”, cuyas tradiciones son las exhalaciones de la mente carnal de una época feroz y sombría. Dios elige a los santos para su reino, no en base a conclusiones pasadas, las cuales son irreversibles; sino que los hombres son “elegidos según la presciencia de Dios el Padre mediante la santificación del Espíritu, para obedecer y ser rociados con la sangre de Jesucristo” (1 Pedro 1:2). Esto nos revela el medio y los designios de la elección en relación con el tiempo actual. “La santificación del Espíritu” es el medio; la “obediencia y la rociadura de la sangre de Cristo” es el fin. Cómo se produce esto está explicado en estas palabras: “Habiendo purificado vuestras almas mediante la obediencia a la verdad, por medio del Espíritu” (1 Pedro 1:22). La manera en que los hombres son llevados a la obediencia y a la purificación por la sangre rociada está prácticamente explicada en el uso que hizo Pedro de las llaves en el día de Pentecostés y en la casa de Cornelio. El espíritu, por medio del apóstol, “convenció a los hombres de pecado, de justicia y de juicio que ha de venir” (Juan 16:8); y confirmó sus palabras por medio de las señales que los acompañaban. Ellos creyeron y obedecieron la verdad; y al obedecerla, fueron purificados de todos los pecados pasados por la fe en la sangre rociada. De esta forma fueron “lavados, santificados, justificados en el nombre del Señor Jesús, y por el Espíritu de nuestro Dios” (1 Cor. 6:11); y de esta manera elegidos según su presciencia y predeterminación. No tiene sentido de que alguno se haga ilusiones de que él es uno de los elegidos de Dios, a menos que crea en el evangelio del reino y lo obedezca, y siga los pasos de la fe de Abraham. Entonces un hombre sabe, y siente, que es un elegido, porque Dios ha dicho: “El que crea [el evangelio] y sea bautizado será salvo” (Marcos 16:16). En la profecía del monte de los Olivos, se mencionan a los elegidos en conexión con la supresión de la ciudadanía hebrea Allí está escrito: “Y si aquellos días no fuesen acortados, ninguna carne sería salva” [es decir, ningún judío sobreviviría]; “mas por causa de los escogidos, aquellos días serán acortados” (Mateo 24:22). Estos elegidos eran los siervos del Señor en Israel, a los cuales Jesús había concedido poder para que llegaran a ser los hijos de Dios; así como los padres, por cuya causa Israel es amado (Rom. 11:28), y por cuya felicidad y gloria futuras la nación es preservada. Esta preservación de Israel por amor a los elegidos está bellamente expresada por el profeta, que dice: “Así ha dicho Yahvéh: como cuando se halla mosto en un racimo y se dice: No lo destruyas, porque bendición hay en él; así haré yo por mis siervos, pues no los destruiré del todo. Mas sacaré una Simiente de Jacob, y de Judá un heredero de mis montes; y mis escogidos la heredarán [la tierra de Canaán], y mis siervos habitarán allí. Y será Sarón redil de ovejas, y el valle de Acor para que se echen las vacas, para mi pueblo que me buscó” (Isaías 65:8, 9 – Versión Rey Santiago). Entonces, “no ha desechado Dios a su pueblo [Israel], al cual desde antes conoció”. Y habló de Abraham e Isaac, antes de que ellos tuvieran hijos. Él los ha castigado por sus pecados, pero “ha quedado un remanente según la elección por gracia” (Rom. 11:2, 5, 7). “La elección ha obtenido la gracia al aceptar a Jesús como la Simiente y heredero de esa tierra; y el resto está ciego hasta el día de hoy”. Pero esta ceguera no es permanente. Ellos han de llegar a ser una nación grande y poderosa, regocijándose en el servicio al Señor Jesús y a los elegidos; porque “la ceguera ha acontecido a Israel, en parte, hasta que haya entrado la plenitud de los gentiles; y así, todo Israel será salvo” (Rom. 11:25, 26; es decir, las doce tribus completas serán reunidas en una sola nación y reino en su propia tierra y serán recibidas en el favor de Dios. Entonces, de nuevo, ellos serán injertados conforme a la palabra del Señor. En conclusión, cada cosa en relación con el reino ha sido ordenada en base a principios soberanos. Nada ha quedado a la voluntad del hombre. Es por eso que el apóstol dice: “Así que no depende del que quiere, ni del que corre, sino de Dios que tiene misericordia” (Rom. 9:16). El llamado a los gentiles a tomar parte en el futuro reino es una notable ilustración de la verdad de esto. Si se hubiese dejado las cosas a los apóstoles, ellos no habrían extendido la invitación a los hombres de otras naciones para que llegaras a ser con ellos herederos del reino de Canaán, y del dominio del mundo. Ellos corrían de un lugar a otro entre su propia nación llamándolos a que lleguen a ser hijos de la promesa que son contados para la simiente, pero no fue de su propia voluntad, sino contrario a ella, que se predicó “la palabra” a los gentiles, abriéndoles el reino a ellos. La invitación a nuestra raza, como ciertamente dijo el apóstol, fue “de Dios que tiene misericordia”. Faraón de Egipto, es otra ilustración de este principio. Dios se propuso manifestar su poder para que su nombre fuera declarado por toda la tierra. Esta manifestación no fue dejada a la sabiduría o voluntad de Moisés. La exposición había de ser conforme a la voluntad divina. El mundo estaba cubierto de ignorancia y superstición; y Faraón era el autócrata de esa época. Estaba en total ignorancia de quién era el Señor y, por lo tanto, rehusaba obedecerle. Era “un vaso para deshonra” (Rom. 9:21); un idólatra bajo el dominio de sus impulsos. Si se le hubiese dejado por su cuenta, habría seguido siendo como todos los otros jefes del poder del pecado. “Un vaso de ira preparado para destrucción” (Rom. 9:22). Su tiranía había conducido a esta crisis, a saber, o los israelitas debían ser exterminados, o el opresor y su poder debían ser destruidos. El juicio en este caso pertenecía al Dios de Abraham, de Isaac, y de Jacob; por lo tanto, el resultado no podía prestarse para un momento de dudas. El que tiene poder sobre la arcilla, había designado a Israel para que fuera “un vaso de honra”, sobre los cuales era su soberana voluntad tener misericordia. Por lo tanto, ellos eran “vasos preparados para misericordia”, a los cuales él había preparado desde antes, para que en ellos él diera a conocer las riquezas de su gloria, tanto en aquel tiempo como en una época venidera. Efectuar entonces la liberación de ellos: castigar a Faraón y a sus cómplices por la tiranía de ellos; y hacerse a sí mismo conocido para las naciones circundantes. Él agitó al rey egipcio para que mostrar todo lo que había en su obstinada e implacable naturaleza. En base a este punto de vista del caso, él eligió a Faraón y sus ejércitos para un terrible derrocamiento; mientras que escogió a Israel para que llegase a ser su pueblo en la tierra de Canaán. “De manera que del que quiere, tiene misericordia, y al que quiere endurecer, endurece” (Rom. 9:14-33). Ésa es la doctrina de elección tal como se enseña en las Escrituras de la verdad. Regresemos ahora a una mayor consideración del caso de Esaú y Jacob. Los jóvenes crecieron hasta convertirse en hombres. “Esaú fue diestro en la caza, hombre del campo” (Gén. 25:27). El resultado de estas actividades fue que se rodeó de guerreros, cuyo poder crecía en el futuro reino de Edom. Cuando tenía noventa y un años de edad, pudo marchar con cuatrocientos hombres en contra de Jacob, en aquel tiempo a su regreso de Mesopotamia. Pero Jacob era de una disposición más pacífica. “Jacob era varón quieto, que habitaba en tiendas”. Cuando vivían con su padre, Esaú era el favorito de Isaac; y Jacob lo era de su madre. Un día, mientras Jacob estaba preparando un potaje de lentejas, llegó Esaú de una cacería muy abatido por la fatiga. Le pidió a Jacob que le diera parte de las lentejas. Pero Jacob no estaba dispuesto a compartirlas sin alguna retribución. Esaú era el hermano mayor, y de acuerdo con la costumbre de la primogenitura, tenía derecho a ciertos privilegios, denominados derechos de nacimiento. Ahora bien, Jacob, cuyo nombre significa “suplantador”, deseaba suplantarlo en este derecho, para que después tuviera el derecho a la precedencia sobre Esaú, que Dios había indicado, al decir: “El mayor servirá al menor” (Gén. 25:23). Por lo tanto, antes de aceptar el pedido de Esaú, le dijo: “Véndeme en este día tu primogenitura”. Esaú reflexionó un poco ante esa exigencia; finalmente dijo: “He aquí yo me voy a morir, ¿para qué, pues, me servirá la primogenitura?” “Júramelo en este día”, dijo Jacob. “Y él se lo juró y vendió a Jacob su primogenitura”. Entonces Jacob le dio el potaje rojo. A partir de este momento, Esaú adquirió el sobrenombre de Edom, que significa rojo, y conmemora el hecho de que “Esaú menospreció la primogenitura” (Gén. 25:27-34). Cuando Esaú tenía cuarenta años de edad, se casó con dos mujeres heteas, lo que fue amargura mental para sus padres. Como treinta años después de esto, cuando Isaac tenía ciento treinta y un año, determinó otorgar su bendición a Esaú, aunque éste había vendido su primogenitura. Pero la fiel vigilancia de Rebeca lo impidió. El mayor había de servir al menor, y ella se propuso que la bendición de Isaac debería cumplir con esa instrucción. Por consiguiente, al bendecir al supuesto Esaú (porque su vista estaba demasiada débil para ver con precisión), dijo: “Dios, pues, te dé del rocío del cielo, y de las grosuras de la tierra, y abundancia de trigo y de mosto. Sírvante pueblos, y naciones se inclinen ante ti; sé señor de tus hermanos, e se inclinen ante ti los hijos de tu madre. Malditos los que te maldijeren, y benditos los que te bendijeren” (Gén. 27:28-29). Esta era una bendición contraria a la voluntad de Isaac, que se pronunció a Jacob, a quien Dios había predeterminado bendecir con el mismo propósito. Ciertamente, “no depende del que quiere… sino de Dios que tiene misericordia” (Rom. 9:16). Esaú había contado plenamente con la bendición, aunque él había vendido su primogenitura, viendo que Isaac había prometido otorgársela a él a su regreso del campo. Por lo tanto, cuando entró a recibir la bendición, y se anunció como el verdadero Esaú, “se estremeció Isaac sobremanera” (Gén. 27:33 – Versión Rey Santiago) cuando se dio cuenta que había sido engañado. No obstante, confirmó lo que había hecho, diciendo. “Yo le bendije, y será bendito”. Cuando Esaú descubrió lo que había sucedido, “clamó con una muy grande y muy amarga exclamación, y le dijo: Bendíceme también a mí, padre mío”. “Y alzó Esaú su voz y lloró”. Pero lo que se había hecho no podía revocarse, porque la mano de Dios había intervenido. El apóstol cita el caso de Esaú como una advertencia a los creyentes no sea que alguno de ellos “se aparte de la gracia de Dios” (Heb. 12:15). Todos los que son de la simiente de Abraham por ser en Cristo han obtenido la primogenitura; y, por lo tanto, con derecho a la bendición de Abraham, Isaac, y Jacob, de que en el tiempo venidero “pueblos les servirán, y naciones se inclinarán ante ellos; y que serían señores de sus hermanos”. Pero, si gracias a alguna ventaja temporal ellos “pecasen voluntariamente”, y de esta manera la desperdiciaran, “ya no queda más sacrificio por los pecados, sino una horrenda expectativa de juicio y fuego ardiente que ha de devorar a los adversarios” (Heb. 10:26-37). No hay tiempo permitido para éstos para que se arrepientan, porque ellos mismos se han colocado en la posición de Esaú. De ahí que el apóstol exhortara a sus hermanos a procurarla diligentemente para que ninguno de ellos resulte ser “una persona profana”, como Esaú, quien, por un bocado de comida vendió su primogenitura. “Porque”, dijo él, “ya sabéis que aun después, deseando heredar la bendición, fue desechado porque no halló ocasión para el arrepentimiento, aunque la buscó con lágrimas”. Dios es misericordioso, pero también es celoso, y “de ningún modo tendrá por inocente al malvado” (Éx. 34:7). Si sus hijos venden su primogenitura al mundo por todo lo que pueda tentarlos, su mente, como la de Isaac, es inamovible; y los transgresores no pueden cambiarla, aunque procuren cuidadosamente hacerlo con lágrimas y oraciones, y con un clamor muy grande y muy amargo. Habiendo sido Jacob designado involuntariamente heredero de la bendición por Isaac, Esaú concibió odio hacia él, y se supo por casualidad que amenazó con matarlo cuando muriera su padre. Rebeca fue informada de esta decisión, y envió a buscar a Jacob y le informó de la mala intención de Esaú, y le aconsejó que escapara a Mesopotamia y se quedara por algún tiempo con su hermano Labán en Harán. Hasta que la ira de su hermano pasara. Sin embargo, era necesario obtener el consentimiento de Isaac para que no hubiera ninguna ruptura entre él y Jacob, porque su hijo favorito era Esaú. Rebeca sabía cómo manejar esto. Isaac, así como ella, estaban sumamente disgustados a causa de las esposas de Esaú, cuya conducta parece haber sido repugnante para ellos. Ella se quejó a Isaac de la pena que le causaban, y le declaró que, si Jacob fuese a tomar una esposa de entre las hijas de la tierra, su vida no tendría valor para ella. Siendo éste también el sentimiento de Isaac acerca de este asunto, se mostró inmediatamente conforme con lo que ella decía; y habiendo llamado a Jacob, lo bendijo le encargó, diciendo: “No tomes esposa de entre las hijas de Canaán”. Entonces le instruyó que fuera a tomar esposa de la familia de Labán; y dijo: “El Dios omnipotente te bendiga, y te haga fructificar y te multiplique hasta llegar a ser multitud de pueblos; y te dé la bendición de Abraham, y a tu Simiente contigo, para que heredes la tierra de tus peregrinaciones, la que Dios dio a Abraham” (Gén. 28:1-4). Ése era el entendimiento de Isaac acerca de la bendición con respecto al tiempo de su cumplimiento. Él no la esperaba hasta que se manifestara la Simiente, o Cristo. Pero cuando él aparezca en posesión, ellos, incluso Abraham, Isaac, y Jacob, serían bendecidos con él. Procedamos ahora a la consideración de LA VISIÓN DE LA ESCALERA DE JACOB En la noche después de su partida, mientras dormía bajo las estrellas, el Señor se le apareció en un sueño. En la visión vio, por así decirlo, “una escalera que estaba apoyada en la tierra, cuyo extremo tocaba en el cielo; y he aquí, ángeles de Dios que subían y descendían por ella. Y he aquí, Yahvéh estaba en lo alto de ella, y dijo: Yo soy Yahvéh, el Dios de Abraham, tu padre, y el Dios de Isaac; la tierra en que estás acostado te la daré a ti y a tu simiente… y todas las familias de la tierra serán benditas en ti y en tu simiente. He aquí, yo estoy contigo, y te guardaré por dondequiera que fueres, y volveré a traerte a esta tierra; porque no te dejaré hasta que haya hecho lo que te he dicho” (Gén.28:10-15). De este modo, en la bendición que ahora se hallaba en Jacob, así como en Abraham e Isaac, Dios prometió: 1. Que en algún tiempo futuro no especificado, él daría a Jacob posesión literal y personal de la tierra en la que estaba tendido, y sobre la cual el pueblo de Bet-el permanecería por siglos; 2. Que él tendría una simiente, o descendiente, en quien serían benditas todas las naciones; y, 3. Que Jacob y su simiente tendrían posesión de Palestina y Siria juntas, es decir, en un mismo tiempo. Como dije, el tiempo exacto no se especificó en la promesa. Sin embargo, a Jacob se le dio a entender por la representación en la visión de que sería un largo tiempo después de la época de su sueño. Como dice el apóstol, “sin haber recibido las cosas prometidas, sino mirándolas de lejos, y creyéndolas, y aceptándolas, y confesando que eran extranjeros y peregrinos sobre la tierra” (Heb. 11:13). Vio de lejos el cumplimiento de las cosas prometidas en alguna fecha en el tiempo; pero no de lejos en cuanto al lugar, porque el lugar donde habían de cumplirse era Bet-el, que se encuentra a unos 16 kilómetros al norte de Jerusalén. Él estaba en el lugar; y tan bien entendió esto que lo llamó “puerta del cielo”. Ahora bien, el intervalo de tiempo entre la promesa recibida y el cumplimiento de ella le fue representado a Jacob por una escalera de extraordinaria longitud; uno de sus extremos estaba apoyado en el suelo de Bet-el, y el otro extremo llegaba hasta la bóveda del cielo. Aquí había dos puntos de contacto, la tierra de Judá y el cielo; y el medio de conexión entre ellos era la escalera. Éste era un símbolo sumamente expresivo, como puede percibirse considerando los usos que se le da a una escaleta. Es un objeto que conecta puntos distantes, por lo cual un punto en el extremo inferior puede alcanzar una altura deseada. Entonces, es un medio de conexión entre puntos de distancia. Pues bien, si en vez de lugares distantes, se sustituye por épocas distantes, los siglos y generaciones que son conectados tendrán una relación similar a las épocas como una escalera que llega al suelo sobre el cual descansa, y el punto de elevación contra el cual se apoya. Entonces, la escalera en la visión de Jacob representaba a su simiente en sus generaciones y tiempos designados. Un extremo estaba en sus lomos; el otro, en el Señor Jesús cuando se siente en su trono reinando en la tierra sobre la cual Jacob estaba durmiendo. Pero sobre esta escalera de siglos y generaciones, con Jacob en el extremo inferior y su Simiente, el Silo, en la parte superior, “los ángeles de Dios subían y descendían por ella”. Esto representaba para él que los asuntos de su posteridad, naturales y espirituales, en todas sus relaciones con el mundo, serían supervisados por los Elohim, los cuales se moverían entre la tierra y el cielo, en el cumplimiento de su misión. De ahí que el apóstol los denomina “son todos espíritus ministrantes enviados para servir a favor de los que serán herederos de la salvación” (Heb. 1:14). Israel y las naciones están bajo la subadministración de ellos hasta que el Señor Jesús venga a asumir la soberanía del mundo. Cuando él se manifieste en su reino, la tierra de Israel especialmente ya no estará sometida a la superintendencia de ellos. El apóstol incluye a Palestina y a Siria, cuando la mancomunidad hebrea sea reconstituida sobre ellas, en “el mundo venidero” [“La futura tierra habitable - τὴν οἰκουμένην τὴν μέλλουσαν] (Heb. 2:5)”. Cuando él escribió esto, estos países estaban habitados por Israel bajo la constitución mosaica, mezclados con los gentiles y sometidos a ellos. Bajo este sistema sus asuntos estaban supervisados por los ángeles de Dios. Pero con la futura tierra habitable será diferente; porque el apóstol dice: “Dios no la sometió al dominio de los ángeles” sino que “cuando introduce al Primogénito en el mundo [εἰς τὴν οἰκουμένην), dice: “Y adórenle todos los ángeles de Dios” (Heb. 1:6). El regreso del Señor a la tierra habitable no puede referirse a la época de su resurrección; porque él no la había dejado. En verdad, nunca la dejó excepto una sola vez antes de su resurrección, y de manera involuntaria cuando José y María lo llevaron a Egipto. El mismo dijo que no había estado con el Padre antes de resucitar de entre los muertos (Juan 20:17). Él estaba en la tierra habitable, sólo dormido en la muerte. Pero cuando subió, entonces fue a un lejano país a recibir el reino, y cuando lo haya recibido, regresará. Pero todavía no lo ha recibido, de otro modo ahora estaría reinando en la futura tierra habitable. Sin embargo, hasta que el Señor Jesús se siente en su trono como “Rey de los Judíos” (Juan 18:33-39) la dirección providencial de los asuntos humanos está a cargo de los Elohim; a los cuales se les llama los ángeles de los pequeños que creen en Jesús (Mateo 18:3-6, 10); porque administran para el beneficio de ellos al causar que todas las cosas entre las naciones funcionen juntas para el bien mayor. Cuando se realice ese notable cambio en la constitución de las cosas, cuando Jesús haya recibido la soberanía, y los ángeles le rindan homenaje, habrá un gran jubileo nacional en toda la tierra. Las naciones que ahora están gimiendo bajo las tiranías del mundo manchadas de sangre y vociferando maldiciones sobre la cabeza de sus opresores, enviarán al cielo un grito “como la voz de grandes truenos, que decía: ¡Aleluya!, porque reina el Señor Dios Todopoderoso” (Apoc. 19:6). Evidentemente, Pablo tenía en mente este período de felicidad cuando citó la frase, “Póstrense ante él todos los dioses”. Él citó esto del Salmo 97:7*, el cual celebra la época del reinado con estas palabras: “Yahvéh reina; regocíjese la tierra; alégrense las muchas islas. Nubes y oscuridad hay alrededor de él; justicia y juicio son el cimiento de su trono. Fuego irá delante de él y abrasará a sus enemigos alrededor. Sus relámpagos alumbraron al mundo; la tierra vio y se estremeció. Los montes se derritieron como cera delante de Yahvéh, delante del Señor de toda la tierra. Los cielos proclamaron su justicia, y todos los pueblos vieron su gloria. Sean avergonzados todos los que sirven a las imágenes talladas, los que se glorían en los ídolos. ¡Póstrense ante él todos los dioses! Oyó Sión y se alegró; y las hijas de Judá, oh Yahvéh, se regocijaron por tus juicios. Porque tú, Yahvéh, eres el Altísimo sobre toda la tierra; eres muy exaltado sobre todos los dioses [Elohim]”. [*Nota del Editor: La cita de Pablo es palabra por palabra de Deut. 32:43 (Septuaginta), no de Salmos 97]. (Véase la nota del editor al pie de la página 38). Ésa será la manifestación cuando el Padre traiga al Señor Jesús de vuelta a la tierra habitable. En el presente, los Elohim están subiendo y descendiendo por la escalera, por así decirlo, entre el Señor Jesús, que está a la diestra de la Majestad en los cielos, y la tierra; pero, cuando “Yahvéh de los ejércitos reine en el monte Sión, y en Jerusalén y delante de sus ancianos en gloria” (Isaías 24:23), el cielo y la tierra habitable serán uno; y los Elohim subirán y descenderán sobre él. Entonces el cielo se abrirá ante los ojos de sus santos, y ellos verán las maravillas de lo invisible. Porque ésa es la doctrina enseñada por el Señor mismo; quien, cuando Natanael lo reconoció como el Hijo de Dios y Rey de Israel, porque le reveló sus acciones secretas, le dijo: “Cosas mayores que éstas verás”. “De aquí en adelante veréis el cielo abierto y a los ángeles de Dios que suben y descienden sobre el Hijo del Hombre” (Juan 1:51). Como he dicho, la escalera de siglos y generaciones conecta el comienzo y el término de épocas de un prolongado período de tiempo. De este intervalo, han pasado casi cuatro mil años. Sólo faltan algunos pocos años más, y el extremo superior de la escalera será alcanzado por Abraham, Isaac, y Jacob, y por todos los otros con ellos que sean considerados dignos de estar en el reino de Dios. Ellos habrán llegado al cielo; no volando hacia allá como fantasmas sobre las alas de ángeles, sino porque el cielo será bajado hasta la tierra, cuando el Señor Jesús descienda en gloria. Jacob permaneció con su tío Labán veinte años (Gén. 31:38). Mientras residía en Mesopotamia, le nacieron once hijos. El duodécimo, llamado Benjamín, nació de Raquel, la madre de José, en Belén Efrata, donde ella murió y fue sepultada. Pues bien, como José tenía treinta y nueve años cuando Jacob bajó a Egipto, teniendo Jacob en aquel tiempo ciento treinta años de edad (Gén. 41:46, 47; 45:6; 47:9), resulta que Jacob tenía noventa y un año cuando nació José, y setenta y siete cuando huyó a Harán. Después del nacimiento de José, el ángel de Dios se le apareció y dijo: “Yo soy el Dios de Bet-el, donde tú ungiste la piedra y donde me hiciste un voto. Levántate ahora, y sal de esta tierra y vuélvete a la tierra de tu nacimiento” (Gén. 31:13). Él obedeció. Después de reunir secretamente todas sus posesiones, huyó de Labán, tomando su ruta “para volverse a Isaac, su padre, en la tierra de Canaán”. Después de cruzar el Éufrates, llegó al río Jaboc, que fluye en el Jordán casi a mitad de camino entre el Mar de Galilea y el Mar Muerto. No muy lejos de la confluencia de estos ríos “donde le salieron al encuentro ángeles de Dios” (Gén. 32:1-2), y debido a esto llamó al lugar Mahanaim, es decir, dos campamentos. Después de enviar mensajeros a Esaú en la tierra de Seir para propiciarle, y de reunir todo lo que él poseía, se quedó solo en el lado norte. Fue aquí donde luchó con uno de los ángeles, quien lo bendijo; y le cambió su nombre de Jacob al más honorable de “Israel”, que significa un príncipe de Dios. Como un recordatorio de este honor, el ángel le tocó el tendón en el sitio del encaje de su muslo el cual se descoyuntó. Así que Jacob quedó con cojera, “y cojeaba de su cadera” (Gén. 32:31). Después de haber cruzado el Jaboc hasta Peniel y de haberse unido a su grupo, tuvo una entrevista con Esaú, quien lo recibió con aparente amabilidad, aunque con evidente desconfianza de parte de Jacob. Una reconciliación tuvo lugar a continuación. Esaú aceptó un generoso regalo, y urgió a Jacob para que aceptara la inoportuna protección de sus guerreros. Sin embargo, Jacob lo convenció que se fuera delante de él; y que él lo seguiría “despacio hasta que llegue a mi señor a Seir”. Pero tan pronto como Esaú se hallaba bien lejos, Jacob se dirigió a Sucot. Después de haberse detenido en ese lugar por algún tiempo, cruzó el Jordán y armó su campamento en Siquem, la tierra de Canaán. Después de que sus hijos hubieron tomado venganza contra la ciudad por lo que le hicieron a Dina, su hermana; Dios se le apareció de nuevo, y le dijo que fuera y habitara en Bet-el e hiciera allí un altar a Dios, quien se le apareció cuando él huyó de la presencia de Esaú. Su familia aún poseía las estatuillas de los dioses de Labán. Por lo tanto, obedeciendo la voz de Dios, puso en orden su casa para eliminarlas. Ellos hicieron esto y entregaron sus aretes, y Jacob enterró las estatuillas de dioses y sus joyas debajo de un roble cerca de Siquem. Cuando llegó a Bet-el, construyó el altar como le había dicho Dios. Y Dios le dijo allí: “Yo soy el Dios Omnipotente; crece y multiplícate; una nación y un conjunto de naciones procederán de ti, y reyes saldrán de tus lomos. Y la tierra que yo he dado a Abraham y a Isaac, te la daré a ti; y a tu Simiente después de ti daré la tierra (Gén. 35:11-12). En esta renovación de la promesa, a Jacob le fue revelada una idea adicional, de que la nación constituida por sus descendientes, contendrían una pluralidad de naciones, es decir, una asociación nacional de tribus. Él habría de heredar la tierra con ellos y con la Simiente, o Cristo. Y, como él sabía, ellos habían de ser oprimidos por otra nación durante cuatrocientos años, después de lo cual esa nación sería juzgada, y sus hijos [los descendientes de Jacob] saldrían con grandes riquezas; esta bendición en Bet-el le recordaba que él resucitaría de entre los muertos juntamente con Abraham, y heredaría la tierra con su Simiente para siempre. Después de haber salido de Bet-el, viajó hacia Belén en cuyo camino murió Raquel. Después de su muerte, él extendió su campamento más allá de la torre de Edar, en el Monte de Sión. Desde ahí fue a Hebrón donde moraba su padre, Isaac. Después de que pasaron veintinueve años después de este reencuentro, después de que Jacob huyó de Labán, murió Isaac, habiendo llegado a la edad de ciento ochenta años; y lo sepultaron sus hijos Esaú y Jacob (Gén. 35:29). LA PARÁBOLA DE JOSÉ Una parábola es una exposición de cierto asunto que representa algo más. De ahí que es una comparación o similitud. Puede ser hablada o representada. En el primer caso se usa la ficción para ilustrar lo que es real; mientras que, en el segundo caso, acciones verdaderas a una escala menor son una representación de acontecimientos más remotos y grandiosos. Ya sea habladas o representadas, las parábolas son oscuras e ininteligibles para aquellos que no están instruidos en las cosas del reino; pero cuando llegan a entenderlas, inmediatamente se manifiestan las cosas a las cuales representan las parábolas. Alegorizar es representar la verdad por medio de una comparación. Para ciertas características del reino de Dios que se ilustran de manera parabólica es hablar o representar algo como una alegoría; y es un modo de instrucción más calculado para mantener la atención e inculcar en la mente de manera permanente que por medio de un discurso establecido o una disquisición formal. Los pasajes de las Escrituras están compuestos según este ingenioso plan, por el cual se hacen mucho más interesantes y pueden contener mucha más materia que cualquier otro libro que trate sobre el mismo tema y del mismo tamaño. Son un estudio de sí mismas; y las “reglas de interpretación”, o de “lógica” no tienen valor alguno para el entendimiento de las cosas que revelan. Una parábola fue representada por Abraham al ofrendar a Isaac. Las cosas efectuadas eran reales, pero también parabólicas, o figuradas, de algo más; es decir, el sacrificio y resurrección de la Simiente, que es Cristo. Después de la muerte de Isaac, y cuando Jacob estaba envejeciendo, José fue seleccionado de entre sus hijos por un plan de Dios para que sea la típica representación de la futura Simiente, por cuyo medio habrían de llevarse a cabo las promesas. De ahí que la vida de José llegó a ser una parábola viviente en la cual estaba representada para Jacob y sus hijos, y para los creyentes después de ellos, lo que había de ocurrir en la vida de Cristo. En sí misma, la vida de José es una historia interesante y conmovedora; pero cuando la leemos como si estuviésemos leyendo a Cristo en vez de él, la narración adquiere una importancia que se recomienda encarecidamente al estudiante de la Palabra. Jacob había residido diecisiete años en la tierra de Canaán después de huir de Labán; en aquel tiempo José tenía diecisiete, e Isaac ciento setenta y ocho. Por lo tanto, fue cuando Jacob tenía ciento veinte, y doce años antes de la muerte de Isaac, cuando José tuvo sus notables sueños. Éstos son los primeros ejemplos registrados de la profecía simbólica. Estos sueños representaban a José que él sería señor sobre sus hermanos, y cuando se los repetía, ellos entendían tan claramente que tales sueños indicaban la supremacía de José y el sometimiento de ellos, como si hubiese sido siempre predicho literalmente así. Menciono esto para mostrar que la profecía por símbolos y acción simbólica es tan inteligible como una profecía en las palabras más directas. José era el amado de su padre, y el envidiado y aborrecido de sus hermanos, cuya conducta lo obligaba a dar a su padre un “mal informe” de ellos. Él soñó que ellos estaban atando manojos de gavilla en el campo, y que su gavilla se mantenía erguida y la de ellos a su alrededor, y que ellas le hacían reverencia a su gavilla. Cuando les contó su sueño, ellos captaron su significado de inmediato. “¿Reinarás tú sobre nosotros?”, dijeron ellos, “o te enseñorearás sobre nosotros? Y le aborrecieron aún más a causa de sus sueños y de sus palabras”. En su segundo sueño, “el sol y la luna y once estrellas se inclinaban ante mí”, que Jacob lo interpretó, diciendo: “¿Acaso vendremos yo, y tu madre y tus hermanos a inclinarnos ante ti en tierra? Y sus hermanos le tenían envidia, mas su padre reflexionaba sobre esto” (Gén. 37:5-11). Pues bien, en estos pequeños incidentes leemos no sólo acerca de la exaltación de José, sino del trato que posteriormente recibiría de los hijos de los hermanos de José y de su subsiguiente exaltación para reinar sobre ellos cuando Abraham, Isaac, y Jacob y su familia se inclinarán ante él hasta el suelo. Jesús dio un mal informe de sus hermanos, los cuales vieron que él era amado por Dios; él los perturbó con sus parábolas y reproches; y ellos le tuvieron envidia y lo aborrecieron por sus palabras. El infortunio de José lo esperaba; porque, así como los once conspiraron contra José para matarlo, y efectivamente lo vendieron a los ismaelitas de Madián por veinte monedas de plata, así fue el Señor Jesús vendido por treinta, y sometido a una muerte violenta por los gobernantes, pensando de ese modo falsificar sus palabras y extinguir sus pretensiones de señorear sobre ellos. Habiendo José quedado como propiedad de los mercaderes madianitas, fue “separado de sus hermanos”, y dado por muerto para ellos. Ellos lo perdieron totalmente de vista, y al final lo olvidaron del todo. Según todas las apariencias, la conspiración había funcionado perfectamente. Ellos se habían librado del “maestro de los sueños”; y habían hecho creer a Jacob la falsedad de que había encontrado una muerte violenta por una bestia salvaje. Pero “Dios estaba con él”; y aunque ellos habían dado todo por seguro, ciertamente su pecado iba a afectarles. José fue llevado a Egipto cuando tenía diecisiete años de edad; y tenía treinta y nueve cuando se dio a conocer a sus hermanos en su segunda entrevista con ellos; de ahí que estuvo separado de la casa de su padre por veinte y dos años. Durante este tiempo su suerte fue variada, pero siempre tendiente a la promoción del propósito de Dios por su intermedio. La obra que había de llevarse a cabo era plantar a los israelitas en Egipto para que fueran extranjeros en una tierra que no era suya, y que les servirían a ellos, y serían afligidos hasta que llegase el tiempo en que sus opresores serían juzgados, y la liberación de ellos se efectuaría para la gloria del nombre de Yahvéh. Dios actúa en los asuntos de los hombres por medio de la instrumentalidad humana. De ahí que él seleccionó a José, tal como lo hizo después con el Señor Jesús a quien también “separó de sus hermanos” para que fuera el noble agente en el desarrollo de su propósito respecto a Israel en relación con el destino de ellos y el juicio y subsiguiente gloria de las naciones. El segundo capítulo de la parábola de José comienza cuando estaba en la casa de Potifar. Siendo allí víctima de una falsa acusación fue encerrado en la cárcel estatal. Pero incluso aquí encontró benevolencia, como la tenía antes en la casa de Potifar; porque José era un hombre justo, y Dios estaba con él. Llevaba ya dos años completos en la cárcel cuando el Rey de Egipto tuvo sus sueños acerca de las vacas y las espigas. El informe acerca de su correcta interpretación del sueño del jefe de los coperos y del jefe de los panaderos, mientras estaba preso, hizo que fuera llevado a la presencia de Faraón para que interpretara su sueño. En aquel tiempo se creía que “las interpretaciones son de Dios” (Gén. 40:8), es decir, cuando él hace que los hombres sueñen proféticamente, él se reserva para sí la interpretación de esos sueños. Esto está ilustrado en este caso, y después en el de Nabucodonosor. Faraón consultó a todos los magos y sabios de Egipto, pero no hubo nadie que que pudiera interpretar sus sueños. Pero Dios reveló la interpretación de ellos a José, quien presentó al rey una luminosa exposición de ellos como indicaciones de lo que Dios estaba a punto de hacer; y le ofreció tan buen consejo en la emergencia que convenció a Faraón de que José era “un hombre en quien estaba el espíritu de Dios”, y que “no había nadie más competente y sabio como él” (Gén. 41:38-39 - NVI). Por lo tanto, dijo el Rey, “Tú estarás a cargo de mi casa, y por tu palabra se gobernará todo mi pueblo; solamente en el trono seré yo mayor que tú” (v. 40). Cuando José tenía treinta y siete años de edad, comenzó una hambruna en Egipto. Se extendió por todos los países circundantes, y hubo sufrimiento en la tierra de Canaán. Habiéndose enterado de que había trigo en Egipto, Jacob envió a “diez hermanos de José” a comprar alimentos. Pues bien, como José era el gobernador, era el hombre que vendía el grano. Esto causó que los hijos de Israel comparecieran ante él, y, como él había predicho, “se inclinaron ante él, rostro en tierra” (Gén. 42:6). José los reconoció, pero ellos no le reconocieron. Él fingió creer que ellos eran espías, y los puso en la cárcel por tres días; pero después los liberó, reteniendo a uno como rehén, para que regresaran con su hermano menor, y luego los envió de vuelta a la casa de su padre cargados con granos. El áspero trato que recibieron de José les trajo a la memoria la manera en que ellos lo trataron veintidós años antes. Su conciencia los acusaba; y sin saber que José entendía hebreo, porque él habló con ellos por medio de un intérprete, ellos confesaron su culpa el uno al otro, en su presencia, diciendo: “Verdaderamente hemos pecado contra nuestro hermano, porque vimos la angustia de su alma cuando nos rogaba, y no le escuchamos; por eso ha venido sobre nosotros esta angustia”. Habiendo ido a Egipto por segunda vez, fueron llevados a la casa de José, donde les fue devuelto Simón. Cuando entró José, ellos “se inclinaron ante él hasta la tierra”. Ellos fueron colocados a la mesa por orden, desde el mayor hasta el menor; y comieron y bebieron y se divirtieron con José, todavía suponiendo que él era egipcio. Después de haberse puesto en marcha de regreso a Canaán, José ordenó que fueran tras ellos y los trajeran de vuelta bajo el pretexto de haber robado su copa personal. En esta segunda entrevista, Judá suplicó por sus hermanos; y confesó que Dios había descubierto su iniquidad y la de sus hermanos; y que ahora ellos eran con justicia los siervos del Señor del reino de Faraón. Habiendo Judá terminado de hablar, José ya no pudo contenerse más, y lloró en voz alta, y les dijo que él era su hermano, a quien ellos habían vendido para Egipto. Ellos quedaron muy turbados ante su presencia; pero él tranquilizó sus temores y les aseguró que todo era obra de Dios, quien lo había enviado a él antes que ellos a Egipto “para preservaros un remanente en la tierra, y para daros vida por medio de una gran liberación” (Gén. 45:7). Habiendo recibido Jacob información de todo lo que había estado pasando, procedió a levantar su campamento para bajar a Egipto como José y Faraón lo habían invitado que hiciera. Hacía diez años que Isaac había fallecido, y Jacob había llegado a la edad de ciento treinta. Al llegar a Beerseba en su camino a Egipto, ofreció sacrificios al Dios de Isaac. En esta ocasión, Dios le habló y le dijo: “Yo soy Dios, el Dios de tu padre; no temas descender a Egipto, porque allí haré de ti una gran nación. Yo descenderé contigo a Egipto, y yo también te haré volver; y la mano de José cerrará tus ojos” (Gén. 46:3-4). En esta promesa Jacob recibió la confirmación de una resurrección a vida. El acto de poner la mano sobre los ojos representa la muerte; porque éste era uno de los últimos oficios de las más cercanas relaciones. De modo que al decirle a Jacob que moriría, pero que lo haría volver, estaba diciéndole en efecto que él resucitaría de entre los muertos para poseer la tierra. Habiendo transcurrido diecisiete años desde que llegó a Egipto, se acercaba el tiempo en que Jacob debía morir. Esta residencia en la tierra de Cam, no había en absoluto disminuido su apego a la tierra de Canaán. Por lo tanto, cuando se dio cuenta que su fin se aproximaba, hizo jurar a José, diciendo: “Te ruego que no me entierres en Egipto; mas cuando duerma con mis padres, me llevarás de Egipto y me sepultarás en el sepulcro de ellos”. Y José prometió hacer como él había dicho. Pero, ¿por qué tenía Jacob esta ansiedad? Seguramente, no tendría ninguna diferencia para él el lugar donde quedaría reducido a polvo. Ni tampoco lo sería si Jacob hubiese sido un gentil incrédulo; o un religioso con su mente contaminada por el platonismo. No se preocuparía en absoluto por su cuerpo; toda su preocupación sería por su “alma inmortal”. Pero en su lecho de muerte, Jacob no expresó ninguna ansiedad por “su alma”; todo lo que le interesaba era que su cuerpo después de morir fuese debidamente depositado en la cueva de Macpela, donde dormían Abraham, Isaac, Sara, Rebeca y Lea (Gén. 49:29-33). Éste fue también el caso de José; porque, aunque Egipto había sido el escenario de su gloria, y allí fue venerado como el salvador del país, en el cual también había vivido noventa y tres años, sin embargo, sus últimos pensamientos fueron la tierra de Canaán y el destino de sus huesos. “Yo voy a morir”, dijo; “mas Dios ciertamente os visitará y os hará subir de esta tierra [Egipto] a la tierra que juró a Abraham, a Isaac y a Jacob”; y les hizo jurar, diciendo: “Y haréis llevar de aquí mis huesos”. ¿Por qué, yo pregunto, la ansiedad de todo el género humano es ahora por sus “almas” y por un cielo más allá de esta tierra, cuando los amigos de Dios cuyo completo peregrinaje había sido especial motivo del paternal cuidado de Dios, no manifestaron semejante ansiedad, sino que, al contrario, exigieron a sus sobrevivientes como una expresión de amor por Canaán que juraran que llevarían su cuerpo a que se convirtiera en polvo allí? La razón es que los modernos no tienen fe en las promesas de Dios. Ni los protestantes ni los papistas “creen en Dios”. Ellos tienen un sistema de fe que no guarda ninguna afinidad con la religión de Dios; y de ahí que esperan cosas que él no ha prometido; y en consecuencia, los más píos de ellos mueren con una mentira en la mano derecha. La fe y la esperanza del protestantismo no son la fe y la esperanza de “los padres”, a los cuales Dios ha constituido los “herederos del mundo”. Los últimos pensamientos de estos santos hombres estuvieron en las “preciosas y grandísimas promesas”, las cuales se han de manifestar en la tierra de Canaán; donde su posteridad aún debe llegar a ser “una nación grande y fuerte” bajo Silo y sus santos como los Señores de Israel y de los gentiles. En vista de esto, entonces, aunque de lejos, ellos dieron expresión a su fe al dar mandamiento referente a su cuerpo; como está escrito: “Por la fe José, al borde la muerte, mencionó la salida de los hijos de Israel, y dio mandamiento acerca de sus huesos” (Heb. 11:22). Por lo tanto, fue embalsamado y puesto en un ataúd; y al final de ciento cincuenta y cuatro años sus huesos fueron sacados de Egipto por Moisés. Acompañaron a Israel en todos sus peregrinajes por el desierto; y finalmente Josué los depositó en la cueva de Macpela, donde dormían sus padres (Gén. 50:24-26). Cuando los eruditos crean la verdad, ellos tendrán tanto interés en Canaán y en el destino de sus huesos, una expresión de su fe, como la encontramos testificada en Israel y José por aquellos que son altamente favorecidos por su Dios. Debemos creer las promesas sobre Canaán, si deseamos tener un cuerpo inmortal en el reino de Dios. LA PROFECÍA DE JACOB ACERCA DE LOS ÚLTIMOS DÍAS Cuando Jacob tenía ciento cuarenta años de edad, y al borde de la muerte, llamó a sus hijos para decirles “lo que les había de acontecer en los postreros días”. Por lo que ya se ha adelantado, “el fin del mundo”; el lector entenderá a qué período se refiere principalmente la profecía de Jacob. Pero, en caso de que alguno lo haya olvidado, repetiré que se relaciona con acontecimientos que se relacionan con que habían de ocurrir en los últimos días de la ciudadanía hebrea, bajo la constitución del Monte Sinaí. Bosqueja las vicisitudes políticas de las doce tribus que, con la bendición de los hijos de José, quedaron ahora constituidas; menciona las características peculiares de las varias porciones de Canaán que les serían asignadas; y revela ciertos acontecimientos principales en conexión con las tribus de Leví, Judá y José. No será necesario que yo haga más que señalar estos incidentes especiales que están conectados con el reino de Dios. Después de Rubén, Simeón y Leví están unidos en la profecía. Ellos habían dado muerte a Hamor y a Siquem, y a todos los varones de su ciudad. Esta circunstancia se ha tomado como una característica de sus tribus en los últimos días. “Instrumentos de crueldad”, dijo Jacob, “son en su naturaleza” (Gén. 49:5 – Versión Rey Santiago). Previendo la parte que ellos desempeñarían en relación con la Simiente, él exclamó: “En su consejo no entre mi alma, ni mi honra se junte en su compañía”. Pero, ¿por qué no, Jacob? Porque en su ira, asesinaron hombres (Gén. cap. 34), y que en su obstinación socavaron un muro, es decir, derrocaron una ciudad (Gén. 34:25-29). “Maldito su furor que fue fiero, y su ira que fue cruel” (Gén. 49:7 – Versión Rey Santiago). La verificación de estas cosas se reconocerá fácilmente en la historia de la tribu de Leví en la era de la crucifixión. Fueron los sacerdotes los que procuraban, y al final consiguieron, la muerte de Jesús, a los que se refiere Jacob. Y para remarcar el sentido de su conducta, dijo: “Yo los apartaré en Jacob, y los esparciré en Israel”. Esto se cumplió al no dar a Leví ninguna herencia cantonal en la tierra de Canaán, y al incluir la porción de Simeón dentro de los límites del cantón de Judá (Josué 19:1, 9). Por este arreglo, Leví, Simeón, y Judá llegaron a ser las tribus principalmente involucradas en las transacciones de los últimos días. Después de haber hablado de la muerte de Cristo a manos de Leví y Simeón, procedió entonces a hablar de cosas relacionadas sólo con Judá. De esta tribu, afirmó: 1. Que Judá sería la alabanza de todas las tribus; 2. Que dominaría a sus enemigos; 3. Que gobernaría a todo Israel; 4. Que su soberanía sería monárquica; 5. Que Silo surgiría de ella como un legislador; 6. Que el recogimiento del pueblo sería hacia él; 7. Que él iría montado en un asna que iba acompañada por su cría; 8. Que su vestimenta sería manchada con la sangre de sus enemigos; y 9. Que las fuentes y rocas del país se volverían exuberantes de uvas y pastos. Tales son los puntos en los cuales los miembros de la hermosa profecía de Jacob relacionada con las cosas del reino, en conexión con Judá como la tribu real, serán resueltos cuando se conviertan en una expresión literal, no simbólica. Pero por la historia pasada de la tribu, está muy claro que la profecía se ha cumplido sólo parcialmente. Judá está ahora “tendido al acecho como león viejo” (Gén. 49:9 – Versión Rey Santiago); y en vista de su actual postración, Jacob preguntó: “¿Quién lo despertará? Sí, ¿quién lo hará? ¿Quién lo pondrá en pie de nuevo para que pueda destrozar y pisotear, y devorar a los enemigos de Jerusalén? ¿Quién sino Siloh cuyo formidable caballo en la batalla está Judá designado ser? (Zac. 10:3-5; 12:6; 14:14). Jacob indica dos apariciones de Silo; la primera, después de que le fue quitado el cetro a Judá, y la segunda, cuando la tribu alcanzó la dignidad de dictar leyes al pueblo congregado. El cetro se había separado de Judá antes de la aparición de Jesús; pero ni Jesús ni la tribu han promulgado un código de leyes a Israel o a los gentiles. Moisés era un legislador, no de Judá, sino de Leví; pero cuando Silo venga como el legislador de Judá, entonces “de Sión saldrá la ley, y de Jerusalén la palabra de Yahvéh” (Isaías 2:3). La bendición dada a Judá contiene la esperanza de Israel. Muestra qué ideas tenía Jacob de las promesas que le fueron dadas a él y a sus padres. Su fe era en cosas físicas y definibles. Él estaba a la espera de un reino y un imperio, cuyo territorio real sería la tierra de Canaán, y especialmente la parte de ella que fue asignada a Judá (Ezeq. 48:8-22), y cuyo gobernador imperial sería el Dador de Paz, que descendería de sus lomos en el linaje de Judá. El Espíritu de Dios en Jacob lo escogió para que tonara el cetro y dictara leyes al mundo, poseyendo la puerta de sus enemigos y bendiciendo a todas las naciones de la tierra. Por lo general, se supone que Jacob vio que el cetro fue retirado de Judá. Esto está implicado en el texto: “No será quitado el cetro de Judá… hasta que venga Siloh” (Gén. 49:10), que es lo mismo que decir ‘cuando se manifieste Cristo, le será quitado; lo cual no está acorde con los hechos del caso. Habiendo bendecido a Judá de la forma en que está consignado en la Escritura (Gén. 49:8-12), entonces prosiguió con Zabulón, Isacar, Dan, Gad, Aser, y Neftalí, con una breve nota, y entonces se explayó con énfasis en José. Describió en términos generales la fertilidad de los cantones de Efraín y Manasés, e invocó bendiciones de toda clase para su posteridad. Recordando la historia de José en el pasado como una indicación de la historia de sus descendientes en el futuro, él predijo que ellos serían muy afligidos por sus enemigos, y separados de las otras tribus. No obstante, su arco, aunque sin fuerza, perseveraría en fuerza, y volverían a ser fuertes de nuevo “por las manos del poderoso Dios de Jacob… el que les ayudará, y los bendecirá superando lo que disfrutaron sus progenitores antes de que fueran llevados en cautividad. Vio que serían una tribu de realeza, y que, en algún período de su nacionalidad, “los collados eternos” hasta el más recóndito confín, se inclinarían ante su cetro que está destinado a gobernarlos (Hab. 3:3-16). Pero en la bendición de José, Jacob dio un muy notable indicio referente a Siloh. Lo llama pastor y piedra de Israel (Gén. 49:24 - Biblia de Jerusalén). En su bendición a Judá predijo que su descendencia provendría de la de él; pero en la bendición a José declara que él proviene del Dios de Jacob, y habiendo sido mencionado así en conexión con José) según la parábola de su historia. En otras palabras, que la Simiente habría de ser tanto hijo de Judá como Hijo de Dios; y que su relación con la tribu de Israel sería según la representación de José con sus hermanos. “Y le causaron amargura, y le asaetearon, y le aborrecieron los arqueros, mas su arco se mantuvo firme, y los brazos de sus manos se fortalecieron por las manos del Fuerte de Jacob, por el Dios de tu padre, el que te ayudará; Las bendiciones de tu padre… serán sobre la cabeza de José, y sobre la frente del que fue apartado de entre sus hermanos” (Gén. 49:26). RESUMEN DE LA FE AL TIEMPO DE LA MUERTE DE JOSÉ Después de la muerte de José, lo cual ocurrió doscientos setenta y seis años después de la confirmación del pacto referente a Cristo, Leví y sus hijos Coré, Amram, y Moisés, se pueden considerar como los más especiales conservadores de la fe que complace a Dios. Muchos de la familia de Jacob en el período que transcurrió entre la muerte de José y su glorioso éxodo dirigido por Moisés se habían entregado al servicio de los dioses de Egipto (Josué 24:14). No obstante, esto no sucedió con todos. Algunos aún tenían presente las promesas de Dios; y lo encontramos testificado por Moisés cuando tenía sólo cuarenta años de edad, y antes de que huyera de Egipto, que él pensaba que sus hermanos entendían que Dios les había de dar libertad por su mano, pero ellos no lo habían entendido” (Hechos 7:25). Esto ocurrió cuarenta años antes de su liberación; y a ciento catorce años después de la muerte de José. Setenta y cuatro años después de esto, nació Moisés de Amram, el nieto de Leví. La suposición que él tenía acerca de la inteligencia espiritual de sus hermanos es una indicación de su propia situación espiritual; porque él evidentemente los juzgaba por su propio entendimiento de la promesa divina. Aunque “fue instruido Moisés en toda la sabiduría de los egipcios”, esto no lo desvió de la fe. Desde sus tiernos años sus padres lo habían adoctrinado en esto. Porque está testificado que “por la fe Moisés, cuando nació, fue escondido por sus padres durante tres meses”, sin temor al mandato del rey; convirtiéndose así en herederos de la justicia que es por la fe en las promesas. El testimonio de su fe muestra que a pesar de lo inicuos que otros puedan ser, “la fe”, la única fe del evangelio, moraba en ellos. Ellos infundieron esta fe en Moisés, en tablas de carne en cuyo corazón estaba tan indeleblemente inscrita que no siquiera toda la zalamería de la corte de Egipto podía borrarla. El resultado de la instrucción de los padres que él había recibido era que “por la fe Moisés, hecho ya grande, rehusó ser llamado hijo de la hija de Faraón, escogiendo ser afligido con el pueblo de Dios, antes que gozar de los placeres temporales del pecado, considerando que el oprobio por causa de Cristo era una mayor riqueza que los tesoros de Egipto, porque tenía la mirada puesta en recibir el galardón. Por la fe salió de Egipto, no temiendo la ira del rey, porque se mantuvo firme como si estuviese viendo al Invisible” (Heb. 11:24-27 – Versión Rey Santiago). Entonces, por este testimonio, aprendemos que la fe de la familia de Amram estaba en Cristo, y en recibir el galardón; que a esto se le daba tan poca importancia, que aquellos que la abrazaban estaban expuestos a oprobio, y se les exhorta a perseverar por amor a ella; y que las cosas conectadas con Cristo eran consideradas por aquellos que las entendían, como de mayor valor que los más iluminados, ricos y poderosos de los reinos que poseían en toda su gloria. Pues bien, como la fe de la familia de Amram es “la fe sin la cual es imposible agradar a Dios” en cualquier generación será de ventaja para nosotros tener un entendimiento de ella tan claro como sea posible. Omitiendo, entonces, los principios generales de la religión, consignados en las páginas 166 y 167 de esta obra, en los cuales eran instruidos todos los fieles, presentaré un resumen de las cosas que eran “toda [la] salvación y todo [el] deseo” de la familia d Abraham, aunque por mucho tiempo ”Dios [no dio] el crecimiento”. Empezaré la enumeración con el principio más elemental y avanzaré hasta el más complejo en el orden de su desarrollo en las promesas de Dios. Por lo tanto, ellos creían: 1. Que un hijo de Eva quitaría del mundo el pecado y el mal; 2. Que hasta que el poder del pecado sea reprimido, habría perpetua lucha entre sus adherentes y los partidarios del pecado; 3. Que en esta guerra el Hijo de la mujer y sus aliados padecerían mucha adversidad, y serían temporalmente vencidos; pero después vencerían a todos sus enemigos; 4. Que el hijo de Eva descendería de Abraham por la línea de Isaac, Jacob y Judá; 5. Que los descendientes de Abraham por la línea de Jacob llegarían a ser “una nación grande y poderosa”; y que cuando esto suceda, el nombre de Abraham sería grande en toda la tierra; 6. Que todas las naciones serían bendecidas, en un sentido eclesiástico y civil, en Abraham y en su Simiente, al cual de aquí en adelante llamaré Cristo; 7. Que este personaje, la esperanza de la familia de Abraham, poseería la puerta de sus enemigos, es decir, ganaría la victoria sobre ellos; 8. Que Cristo poseería la tierra de Canaán desde el Éufrates hasta el Nilo; que la poseería “para siempre” y, por lo tanto, él sería inmortal; 9. Que Abraham, Isaac y Jacob poseerían Canaán juntamente con Cristo para siempre; 10. Que Abraham era el padre constitucional de las naciones y con sus hijos, a saber, con Cristo y sus hermanos, “el heredero del mundo”, lo que fue conmemorado por el cambio de su nombre de Abram a Abraham; 11. Que descenderían reyes de Abraham por la línea de Judá, etc.; y que, por lo tanto, las doce tribus constituirían un reino en la tierra de Canaán, del cual Judá sería la tribu de la realeza; 12. Que, por medio de Judá, como el león de Israel, serían reprimidos sus enemigos; 13. Que “el Pastor y la Piedra de Israel” sería un Hijo de Judá e Hijo de Dios; y que sería el Legislador y Rey de todas las naciones hasta el más lejano límite e los collados eternos; 14. Que Cristo sería muerto por la tribu de Leví conforme a la parábola de Isaac; 15. Que como Cristo y Abraham han de heredar la tierra de Canaán para siempre, ellos resucitarían de entre los muertos para poseerla; y lo mismo deberá ocurrir a todos los otros que la heredarían juntamente con ellos; 16. Que después de esta resurrección y exaltación al poder y al dominio, diez tribus de los hermanos de Cristo según la carne bajarían a Egipto por segunda vez, y reunidos allí, él se daría a conocer a ellos, recibiría su humilde y sincera sumisión y, podemos añadir, como Moisés y Josué, en una sola persona, los sacaría de Egipto y los plantaría en la tierra de Canaán. 17. Que participar en esta consumación sería el galardón de justicia contado a cuenta de aquellos que creyeron en las cosas prometidas; 18. Que cada uno de aquellos a quienes les fue considerada esta justicia debe ser una persona circuncidada; o de otro modo sería desvinculado de su pueblo; y que la circuncisión sería la señal del pacto de la promesa, y el sello de la justicia por fe. En la exposición de las cosas del reino, según se muestra en “las promesas de Dios hechas a los padres”, los siguientes puntos sean establecido correctamente: 1. Que el territorio del reino de Siloh no se halla más arriba del firmamento, sino en toda la tierra de Canaán, desde el Éufrates hasta el Nilo; y desde el Golfo Pérsico y el Mar Rojo hasta el Mediterráneo; 2. Que las doce tribus de Israel son los súbditos naturales del reino; 3. Que Cristo, en la línea de Judá, es su Rey; 4. Que aquellos de igual fe y disposición de Abraham, y que siguen los pasos de su fe, son coherederos con su rey; en otras palabras, su aristocracia, los cuales participarán en la gloria, poder y felicidad del reino para siempre; y, 5. Que todas las naciones se someterán a este reino, y serán parte de su imperio. Sin embargo, estos cinco puntos no abarcan todas las cosas relacionadas con el reino de Dios. Siloh, o el Ungido de Dios, fue prometido por la línea de Judá; pero muchos siglos después del fallecimiento de Jacob, el asunto que se refiere a la especial familia de la tribu de Judá, de la cual Cristo había de descender, no hay información. Además de esto, nada se dice respecto a la constitución, leyes e instituciones eclesiásticas del reino. Por lo tanto, será necesario que escudriñemos estas cosas para que podamos comprender plenamente el sistema del mundo que ha de establecer el Dios del cielo, cuando todos los otros dominios hayan dejado de ser. Se puede lograr un concepto claro e inequívoco del contenido de este capítulo al ordenar las fechas citadas en forma tabular; por lo tanto, concluiré esta parte de mi tema presentando al lector la siguiente cronología: CRONOLOGÍA DE LA ÉPOCA ANTES DE LA LEY (Años después de la inundación) Engendró Sem a Arfaxad, y después vivió 500 años. (2) Tenía Taré 70 años cuando nació Abram. (292) Murió Noé cuando Abram tenía 58 años. (350) Salió Abram de Harán a la edad de 75. (367) La promesa referente a Cristo fue confirmada el día 14 de Abid en la noche cuando Abram tenía 85 años de edad. (377) Nace Ismael. (378) Se instituye la circuncisión; Abraham circuncisa a todos sus varones. (391) Nace lsaac; Abraham tenía 100 años. Reside en la tierra de los filisteos. (392) Muere Taré a los 205 años; Abraham tenía 135 años; se aleja de filistea después de residir allí 35 años. (427) Muere Sara en Hebrón a la edad de 127. (429) Isaac se casa con Rebeca; Abram tenía 140 años. (432) Nacen Esaú y Jacob; Isaac tenía 60 años. (452) Muere Abram a la edad de 175; Jacob tenía 15 años. (467) Esaú se casa a la edad de 40. (492) Sem, o Melquisedec, desaparece. Jacob tenía 50; Isaac tenía 110. (502) Jacob deja a Isaac; ve la Visión de la Escalera; llega donde Labán a la edad de 77. (529) Nace José. (543) Jacob deja a Labán después de haberle servido 20 años, a la edad de 97. Isaac tenía 157. (549) José es vendido a Egipto a la edad de 17. Jacob tenía 108 años. (560) Muere Isaac a la edad de 180. Jacob tenía 120. (572) Segundo año de la gran hambruna. Jacob tenía 130; se muda a Egipto: José tenía 39 años. (582) Muere Jacob a la edad de 147. José tenía 56. (599) Muere José a la edad de 110 años; 276 años después de la confirmación del pacto. (653) Nace Moisés. Aarón tenía 3 años de edad. (727) Moisés huye de Egipto. (767) Los israelitas regresan desde Egipto a 430 años desde la confirmación del pacto. Moisés tenía 80 años de edad. (807) |