Elpis Israel - Capítulo 5 INMORTALIDAD – RELIGIÓN – “CLERO” – Y “LAICOS” La inmortalidad en el presente estado es un mal positivo -- La inmortalidad en un estado caído es antibíblica -- El mundo profesa ser religioso sólo por temor -- Las religiones del mundo son útiles como un sistema de policía eclesiástica -- La religión de Cristo está carente de todo bien mundano hasta su regreso, cuando poseerá todas las cosas -- La doctrina de la inmortalidad es una revelación divina -- Los paganos desconcertados en sus esfuerzos por descubrirla -- El trono de Dios con la figura del querubín del relato mosaico -- El querubín de Ezequiel y Juan -- El velo del querubín -- Los rostros del Señor -- La espada de fuego -- Ilustrada por la descripción de Ezequiel acerca de la gloria del Dios de Israel -- El fulgor del cuerpo espiritual -- El camino del árbol de la vida -- La etimología de la palabra RELIGIÓN -- La falsa religión se basa en la idea de apaciguar la ira de Dios -- Dios ya se reconcilió con el mundo -- La "palabra de reconciliación", un compromiso de los apóstoles al comienzo -- Los apóstoles, los únicos embajadores de Cristo -- "La palabra" que predicaban los apóstoles fue confiada a los discípulos de Cristo -- Las distinciones de la apostasía entre "clero" y "laicos" -- Definición de lo que es la religión -- Su gran desiderátum -- No existe la verdadera religión sin una creencia en la Verdad -- Definición bíblica de la palabra "fe" -- Cómo viene la fe -- El "mundo religioso" infiel a "la fe" -- Definición bíblica del "amor" por medio de la "obediencia" -- El mundo religioso carente del Espíritu de Dios -- La religión es contemporánea sólo con el pecado -- Resumen de principios. Habiendo dispuesto la fundación del mundo, en las sentencias pronunciadas contra los transgresores; y comenzado la preparación del reino según las estipulaciones de la Nueva Ley, el Señor Dios decretó su expulsión del huerto que se hallaba hacia al este del Edén. Como había dicho la serpiente, el hombre llegó a ser “como los dioses”, o Elohim, “conociendo el bien y el mal”, como consecuencia de haber comido del fruto prohibido. Él había conocido el bien sólo en su noviciado; pero, envaneciéndose, había caído en la condenación del diablo (1 Timoteo 3:6), y había llegado a conocer también por experiencia el sufrimiento y el dolor. Esto fue una gran calamidad; pero no tan grande como una aún más grande pudiera sobrevenirle, incluso en el Paraíso. Él había comido de un árbol, y su arrogancia podría impulsarlo a tomar y comer del otro. Las consecuencias de este acto de comer, sobreañadido al primero, habría hecho esta situación aún más deplorable de lo que era. Ahora él conocía el mal, como los Elohim lo habían hecho antes que él; pero había esperanza de liberación de él cuando regresara al polvo de donde había sido tomado; pero si comía del Árbol de las Vidas, esta esperanza quedaría truncada; y viviría para siempre con llanto, sufrimiento y dolor. La aflicción de quedar sujeto al mal para siempre es expresada con fuerza por Job. Estando reducido a la más profunda angustia, él se lamenta, diciendo: “Cuando digo: mi lecho me consolará, mi cama atenuará mis quejas, entonces me asustas con sueños, y me aterras con visiones. Y así mi alma tuvo por mejor la estrangulación, y quiso la muerte más que la vida. Aborrezco mi vida; no he de vivir para siempre; déjame, pues, porque mis días son vanidad” (Job 7:13:16). Pero, si Adán hubiese comido del Árbol de la Vida, al quedar reducido a semejante aflicción como ésta, él habría buscado la muerte, pero ésta lo habría eludido. Él no habría encontrado liberación. Sin embargo, esto no habría sido lo peor de todo. Él habría involucrado a toda su posteridad en la misma interminable calamidad. Finalmente, la tierra habría llegado a estar atestada de generaciones imperecederas de hombres sensuales y diabólicos; los cuales, si alguna virtud hubiera sobrevivido, la afligirían cien veces. Para esta horrible consumación, no habría habido más remedio que romper las fuentes del abismo, y arrojarlos ahí bajo cadenas de intensas tinieblas, según el ejemplo de los ángeles terrenales que pecaron bajo una constitución previa del globo. Pero la repetición de las escenas del drama pre-adánico no estaba considerada, aunque posteriormente se permitió a los hombres las imitaran con un resultado similar; sin embargo, con esta diferencia, de que la raza de los ángeles era una sola generación, mientras que la de los hombres se componía de muchas. Por lo tanto, para impedir el repoblamiento de la tierra con pecadores imperecederos. El Señor Dios dijo a los Elohim: “He aquí el hombre ha llegado a ser como uno de nosotros, conociendo el bien y el mal. Ahora, pues, no seas que alargue su mano y tome también del árbol de la vida, y coma y viva para siempre, por tanto, lo sacó el Señor Dios del huerto de Edén, para que labrase la tierra de la que fue tomado. Echó, pues, fuera al hombre”. Este es un pasaje de la Escritura muy notable. Contiene mucho en pocas palabras. Los puntos que sobresalen, brillando como dos estrellas, son el reconocimiento de que el hombre ha llegado a ser como los dioses a causa de esta ofensa.; y, en segundo lugar, que él fue expulsado del Paraíso a fin de que no viviera para siempre. Pospondré para otra ocasión la exposición de las cosas sugeridas por su semejanza a Dios en relación con el mal; y después de lo que ya se ha dicho referente al árbol de las vidas, hay poca necesidad de añadir algo más respecto a su exclusión de la inmortalidad en el presente. Sin embargo, quisiera por ahora anticipar otra parte de esta obra a fin de decir aquí que la finalidad de la creación, la providencia y la redención, es el hombre en la tierra, glorioso, honorable e inmortal en un estado de bienestar no mezclado. Fue debido a que Dios amaba al hombre, y por misericordia hacia él, que lo expulsó del huerto. Si él hubiera actuado por malignidad (un sentimiento, a propósito, que no tiene cabida en el corazón de Dios), él lo habría dejado que cayera en una eterna desgracia al comer del árbol de las vidas. Pero él no creó al hombre para semejante destino; ni sujetó a su posteridad al mal como una severa necesidad, a fin de que en algún modo de existencia quedara sujeto a interminable tormento mental, corporal, o ambos. El credo que inculca esto deshonra a Dios, y expresa los necios pensamientos de la carne de pecado, ignorante de su ley y testimonio. Es el vapor de la mente pagana, adoptada por la apostasía, y transferida a los símbolos de su credulidad. Como no sabe cómo manifestar el carácter divino por ningún otro medio que por las propensiones, el intelecto tenuemente iluminado, y los corruptos sentimientos que exhibe la carne; presenta a Dios a los hijos de los hombres más como el Saturno, o Moloc, de los paganos, el cual devoraba a sus propios hijos, en medio de alaridos y gemidos, que como alguien que ama tanto al mundo que le suplica que se reconcilie con él (2 Corintios 5: 19, 20), y que acepte, sin dinero o precio, las grandísimas y preciosas cosas que él tiene reservadas. De este modo, el “mundo religioso” está gobernado por el terror. La poca fe que profesa, no funciona por amor (Gálatas 5:6) a la purificación de su corazón (Hechos 15:9); sino por el incesante aprensión de quemarse en una lava fundida durante siglos interminables. Actúa por el “temor que conlleva castigo”, y degrada el alma; de modo que si no fuera por sus temores, sería honesto y confeso de que no le importaba ni Dios ni su religión. Pero no hay temor en el amor; porque el amor perfecto echa fuera al temor. Por lo tanto, el mundo de profesores se engaña a sí mismo al suponer que ama a Dios. “El que teme, no se ha perfeccionado en el amor” (1 Juan 4: 17, 18). No o ama, porque su conciencia está contaminada. “El amor es el cumplimiento de la ley”. Sus “dudas y temores” demuestran su admisión del pecado descubierto y ya sea que conozca o no lo que es la verdad, o conociéndola, la descuida o rechaza obedecerla. Es una notable contradicción confesar con el mismo aliento que amamos a Dios y que sin embargo le tenemos temor. ¿Sintió Adán temor de Dios mientras continuó siendo obediente? Sin embargo, tan pronto como pecó, el temor se apoderó de él, y huyó del sonido de la voz de Dios y se ocultó. El temor a Dios de un hombre justo es el temor de ofender al que él ama. Dios es terrible sólo con sus enemigos. Sus hijos e hijas confían en él con el afecto de niños; y él los protege con todo el amor y celo de su santo y bendito nombre. No conociendo “las grandísimas y preciosas promesas” relacionadas con el reino de Dios, los líderes de la gente no saben de qué otra forma de llevarlos a “tener religión”, que es la frase que ellos usan. De ahí que ellos pretenden predicar “los terrores de la ley”. Pero “la religión” obtenida por semejante proceso no vale nada. Mejo r dicho; me retracto de esto. Vale algo. Una religión de terror, mientras sea creída, es útil como un sistema de política eclesiástica; la cual, asociada con las fuerzas militares y civiles, ayuda materialmente a mantener al mundo atemorizado. Pero si no fuera por el temor de lo que pueda haber después de esta vida, los profesores serían tan ingobernables como los gigantes antediluvianos; y de este modo, por el antagonismo eclesiástico de la sociedad que se está destruyendo, la tierra estaría llena de violencia como antes del diluvio. La superstición es útil en la mantención del orden hasta que llegue el período en que será reemplazada por “la sabiduría y el conocimiento”, lo cual será la estabilidad de los tiempos que pertenecen al reino de Dios (Isaías 33:6). Pero como un medio de heredar este reino, y de autorizar a los hombres a la corona de justicia, una religión que funciona por medio del terror es absolutamente inservible. Si se quita el terror, la religión desaparece. Excepto, en verdad, de que su posesión sea necesario para la preservación de sus “posesiones eclesiásticas”, “intereses creados”, y beneficios mundanos. Pero “la religión pura y sin mácula” de Dios no tiene posesiones eclesiásticas presentes o intereses mundanos. No tiene “tierras, edificios de departamentos, y herencias”; ni “estados”, universidades, o “edificios sagrados”. Es como el Hijo de Dios en los días de su carne; sin hogar, sin casa, viviendo en la más completa pobreza entre los hijos de los hombres. Tiene grandes riquezas y cosas buenas en reserva para los pobres de este mundo que son ricos en fe (Santiago 2:5); les promete la posesión del mundo (1 Corintio 3:22) con toda la honra, la gloria, y las riquezas que tiene, con vida imperecedera para disfrutarlas; pero se requiere fe en Dios con obediencia filial a su ley, en un tiempo de tribulación (Hechos 14:22; 2 Timoteo 3:12) como condición para la herencia. Es perfectamente absurdo imaginar que hombres que se deleitan en todos los lujos, conveniencias y comodidades de la vida; que disfrutan de la honra, gloria y amistad del mundo, como efectivamente lo hacen los eclesiásticos de la anticristiandad en sus varias categorías, órdenes y grados; suponer, digo, que los tales puedan heredar el reino de Dios con Jesús y esa “nube de testigos”, de los cuales dice Pablo: que “el mundo no era digno”, es descabellado. Si los hombres quieren reinar con Cristo, deben creer en su doctrina y padecer juntamente con él (2 Timoteo 2:12) soportando la persecución del mundo por amor a la palabra (Marcos 10:29-30; Lucas 18:29). Deben separarse de “las iglesias”, tanto católicos como protestantes, las cuales tienen un nombre para vivir, pero están muertas en transgresiones y pecados. El sistema entero está podrido; y espera sólo la manifestación de la presencia del Señor para ser abolidas con señales de su desagrado. Por lo tanto, que todos hombres honestos, tanto laicos como clérigos, que creen en la verdad, salgan de entre ellos y manténganse separados. Mejor permanecer solos por amor al reino de Dios, que estar integrados con la multitud en el día de Cristo, a los cuales se les negará permiso para “comer del árbol de la vida y vivir para siempre”. Cuando el hombre fue expulsado del Paraíso, el señor Dios, captando algún nuevo acto de atrevimiento, colocó un guardián del árbol de vidas. Este árbol, se recordará, fue plantado en medio del huerto. Ahora bien, cuando Adán fue expulsado, el Señor Dios “puso al oriente del huerto de Edén QUERUBINES, y una espada encendida que se revolvía por todos lados, para guardar el camino del árbol de la vida”. Esto parecería indicar que Adán fue expulsado en dirección hacia el oriente; si él hubiese ido hacia el occidente, el árbol de la vida habría quedado entre él y los querubines; de manera que aún habría quedado accesible, y lo habría tentado a tratar de tomarlo; lo que, sin duda, habría significado su destrucción. Los querubines y la espada habían de guardar el Camino del Árbol, de modo que no pudiera ser alcanzado. Si ellos hubieran intentado hacer un circuito para evitar a los querubines, la espada encendida, o llama devoradora brillaba en todos lados; “se revolvía por todos lados” para impedir que fuese invadido por el atrevimiento de ellos. Debido a este sistema, ellos no volvieron a ver el árbol de la vida, o, lo veían sólo desde lejos. Esto último es lo más probable. Verlo de vez en cuando les recordaría de lo que habían perdido; y, por lo que habían aprendido del efecto que producía en el que comía de su fruto, esto sugería la posibilidad de que el hombre mortal se vistiera de inmortalidad. Esto era algo deseable. Pero ellos no tenían acceso al árbol; ¿cómo podrían obtenerlo? Ellos eran sólo dos, y ninguno podía contestar la pregunta. No existían Escrituras que pudieran testificarles como a nosotros. “’Este es el camino; andad por él”. Ignoraban “el camino que lleva a la vida” (Mateo 7:14), y, si ellos no hubiesen sido “enseñados por Dios”, lo habrían ignorado por siempre. El pensamiento de la carne no lo habría descubierto jamás; porque la obtención de la inmortalidad requería la creencia y práctica de cosas que eran absolutamente imposibles que el corazón del hombre pudiera concebirlas. Tenemos una ilustración de esto en el esfuerzo de los filósofos paganos por resolver el problema. Al ignorar el conocimiento de Dios, ellos cayeron en las más absurdas especulaciones. Pensaban que la inmortalidad era una especie de fantasma existiendo dentro del hombre, el cual iba a los campos elíseos cuando la muerte disolvía su unión con el cuerpo. Ellos consideraban este principio innato como una partícula de la esencia divina de la cual provenían todas acciones virtuosas; mientras que el vicio era el resultado natural del efecto de la materia del cuerpo, lo cual era esencialmente maligno. El apóstol se refiere a esto, en parte, cuando dice: “Profesando ser sabios, se hicieron necios” (Romanos 1:22). De ahí que él denomina a “la sabiduría de este mundo” como “insensatez”; y, como los corintios habían recibido el evangelio del reino, que enseña una doctrina muy diferente, él les pregunta: “¿Acaso no ha convertido Dios en necedad la sabiduría del mundo?” (1 Corintios 1:20). ¿No ha mostrado Dios lo absurdo de sus especulaciones acerca de las “almas”, la “inmortalidad”, y “la naturaleza de los dioses”? Ellos no tenían idea de que la inmortalidad se confiere únicamente a hombres que puedan ser encontrados dignos de un cierto reino. Ésta era una doctrina acerca de la cual la carne, con toda su forma de pensar, y con toda su lógica, no tenía el menor conocimiento. Nunca pensó en el reino de Dios y en el nombre de un personaje de particular, como el canal por cuyo medio había de fluir la inmortalidad. Se hallaba perdida en ensueños por los campos elíseos y el Tártaro; y en el río Estigia que fluía entre ellos, y en Caronte y su barcaza; y en fantasmas, y en el Cancerbero de tres cabezas, y las Furias con cabello de culebras, y Plutón, el “rey del infierno”. Pero acerca de la “gloria, honra, incorruptibilidad y vida”, una herencia incontaminada e incorruptible, la recompensa o galardón a los merecedores de una justicia por fe; de semejante “premio” como éste, que se obtiene por hacer la voluntad de Dios, ellos eran tan absolutamente ignorantes como un niño recién nacido. Bien podía decir el apóstol en las palabras del profeta: “Cosas que ojo no vio, ni oído oyó, ni han subido en corazón de hombre, son las que Dios ha preparado para los que le aman. Pero Dios nos las reveló a nosotros por su Espíritu” (1 Corintios 2:9-16); es decir, para aquellos que recibieron el evangelio del reino. Entonces, la inmortalidad y el camino que lleva a ella, son cosas acerca de las cuales el hombre debía haber permanecido para siempre en ignorancia, mientras su descubrimiento dependiera del pensamiento de la carne. En otras palabras, son asuntos que pertenecen exclusivamente al testimonio divino; y como la fe es la creencia en el testimonio, los hombres no pueden tener fe en ellas más allá de lo que está declarado en la palabra escrita de Dios. La mente carnal, al reflejar su propia conciencia, puede ser “de opinión” de que lo que se denomina “Yo mismo” es inmaterial porque piensa, y, “por lo tanto, inmortal”, pero nunca puede ir más allá de ahí. La opinión implica duda; porque si un asunto va más allá de la duda, ya no es opinión, sino fe o conocimiento. Entonces, ¿dónde está el hombre, sea filósofo o teólogo, que pueda demostrar la existencia de una “alma inmortal” en el hombre natural, por un “así está escrito”, o por un “así dice el Señor”? Unas pocas frases de la Escritura se pueden torcer y torturar para convertirlas en una inferencia; lo cual, sin embargo, se vuelve más superficial que la vanidad ante los testimonios directos de la palabra que indican lo contrario. Entonces, con estas palabras, a modo de prefacio, procederé ahora a ofrecer unas pocas observaciones. LOS QUERUBINES Pero poco se dice acerca de los querubines en la narración mosaica. La palabra es un sustantivo plural, y, por lo tanto, representa más de un objeto. Pero, ¿en qué consistía esta pluralidad? A juzgar por un texto del capítulo siguiente, yo diría que tenía especial relación con una pluralidad de rostros; porque cuando el Señor Dios sentenció a Caín a una vida de fugitivo y vagabundo, el fratricida respondió: “He aquí, de TUS ROSTROS [plural en hebreo] me esconderé” (Génesis 4:14); es decir, ‘Ya no se me permitirá más venir ante los rostros querúbicos, que tú has colocado al oriente del huerto, a presentar una ofrenda por mi pecado’. Como él correctamente observó: “Grande es mi castigo para soportarlo”. Él fue exiliado de los rostros de Dios aún más lejos hacia el oriente como un asesino condenado a muerte eterna (Juan 3:15) al final de su vida. Que los rostros estaban conectados con los querubines parece incuestionable según otros pasajes de la Escritura donde se describe a los querubines. El Señor le habló de ellos a Moisés en el monte. Habiéndole mandado que hiciera una arca, o cofre abierto, chapada en oro, con una corona en el margen superior, él dijo: “Harás un propiciatorio de oro fino… Harás también dos querubines de oro, labrados a martillo… en los dos extremos del propiciatorio”. En otro pasaje esto se explica así: “Hizo también los dos querubines de oro; los hizo labrados a martillo, a los dos extremos del propiciatorio”. Luego continúa: “Y los querubines extenderán por encima las alas, cubriendo el propiciatorio con sus alas; los rostros estarán uno enfrente del otro; mirando hacia el propiciatorio los rostros de los querubines. Y pondrás el propiciatorio encima del arca, y en el arca pondrás el testimonio que yo te daré” (Éxodo 25:10-21). Es probable que la razón por la cual Moisés no dio descripción de ellos en el Génesis se debió a que él pensaba hablar más detalladamente cuando llegara a escribir introducción de ellos en el lugar más santo del tabernáculo. En el texto recién citado se les describe con alas y rostros; y hechos de la misma pieza de oro que el propiciatorio, desde el cual miran hacia abajo, observando, por decirlo así, la sangre que se ha derramado sobre él; es evidente que eran símbolos conectados con la institución de la expiación por el pecado por medio del derramamiento de la sangre. Pero ellos eran aún más significativos. Eran el trono de Dios en Israel. De ahí que el salmista dijera: “Yahvéh reina… él está sentado entre los querubines”. Este trono estaba erigido sobre el propiciatorio; y por esta razón era que la cobertura del arca que contenía el testimonio, el maná (Éxodo 16:33; Juan 6:33), y la vara florecida (Números 17:8; Isaías 11:1) se llamaba el propiciatorio o trono, donde el Señor cubría los pecados del pueblo. Era también el oráculo, o lugar desde donde Dios se comunicaba con Israel por medio de Moisés. “Y allí me reuniré contigo, y hablaré contigo desde el propiciatorio, de entre los dos querubines que están sobre el arca del testimonio, de todo lo que yo te mande para los hijos de Israel”. Pero, aunque Moisés nos informa acerca de dos querubines con una pluralidad de rostros y alas cada uno, él no nos dice qué clase de rostros o cuántas alas tenían. Sin embargo, parece que Ezequiel suplió esta deficiencia. Cada uno de los que él vió tenían cuatro rostros y cuatro alas; un cuerpo humano con pies como pezuña de becerro y las manos de un hombre debajo de sus alas. De sus rostros, uno era como el de un hombre, el segundo, como el de un león; el tercero, como el de un buey; y el cuarto, como el de una águila. Las cosas de su primer capítulo, tomadas colectivamente, representan evidentemente al Mesías en su trono, rodeado de sus santos, y todos energizados y glorificados por el Espíritu de Dios. Los aros de las ruedas de Ezequiel estaban llenos de ojos; pero en los querubines que vio Juan, no había ruedas, pero se añadieron dos alas más y los ojos fueron transferidos a las seis alas (Apoc. 4:8). En este lugar, a los querubines se les llama “bestias”, más propiamente, seres vivientes (τα ζωα); y están relacionados con “veinticuatro ancianos”. Ahora bien, atendiendo a lo que se afirma de ellos, en otro lugar, veremos a quiénes representan los cuatro querubines de Ezequiel de cuatro rostros cada uno, y sus ruedas; y los cuatro de Juan que tienen un rostro diferente cada uno, y veinticuatro ancianos típicos. Está escrito que “se postraron delante del Cordero; y cada uno tenía un arpa, y copas de oro llenas de incienso, que son [o representan] las oraciones de los santos. Y cantaban un nuevo cántico, diciendo: Digno eres de tomar el libro y de abrir sus sellos; porque tú fuiste inmolado, y con tu sangre nos has redimido para Dios, de todo linaje, y lengua, y pueblo y nación; y nos has hecho para nuestro Dios reyes y sacerdotes, y reinaremos sobre la tierra” (Apoc. 5:8-10). Por esto es evidente que los querubines, etc., representan al conjunto de esos redimidos de las naciones en su estado resucitado. El Cordero, los cuatro querubines, y los veinticuatro ancianos son una representación simbólica de lo que está expresado por la frase “los santificados en Cristo Jesús, llamados a ser santos”; es decir, aquellos que han sido constituidos en la justicia de Dios en Cristo en un estado glorificado. Los querubines son la unión confederada; y los ojos, representativos de las personas constituidas en él que está simbolizado por los querubines. El Cordero entra para representar la relación entre los ojos sagrados, o los santos, y los rostros querúbicos; es decir, entre ellos y el Señor Jesús; mientras que “los veinticuatro ancianos” representan la constitución de ellos como “el Israel de Dios”. Ellos son veinticuatro porque el reino de Dios, que es una mancomunidad israelitas, está dispuesto con los doce hijos de Jacob como sus puertas; (Apoc. 21:12), y con los doce apóstoles del Cordero como sus cimientos (Apoc. 21:14; Efesios 2:20); los primeros son la entrada a la la vida presente de las tribus carnales, o súbditos; y los segundos, los cimientos de las tribus adoptadas, o HEREDEROS del reino; de modo que veinticuatro es el número constitucional representativo del Israel espiritual de Dios; porque sin lo natural, lo espiritual no puede existir; así como tampoco podrían haber estadounidenses adoptados si no existiera la nación de Los Estados Unidos de Norteamérica. Pero los querubines mosaicos eran deficientes en varias de las características que distinguen a los de Ezequiel y Juan. Ellos tenían simplemente las alas y los rostros. Sus querubines eran no sólo de oro labrado a martillo continuado en la misma pieza con la sustancia del propiciatorio; pero estaban bordados en el velo hecho de azul, púrpura y escarlata, y en lino fino trenzado que separaba a los lugares santo y santísimo del tabernáculo. Ahora bien, cuando “Jesús, dando una gran voz, expiró (εξέπνευσε), y el velo del templo se rasgó en dos, desde arriba hasta abajo” (Marcos 15:37, 38). De este modo, vemos el quebrantamiento del cuerpo de Jesús identificado con la rasgadura del velo querúbico; indicando de este modo que esto último era representativo del Señor. Hemos llegado entonces a esto: que los querubines mosaicos eran simbólicos del “Dios manifestado en la carne”. Deseamos ahora averiguar sobre qué principios su manifestación encarnada estaba representada por los querubines. Primeramente, entonces, en la solución de este interesante problema, yo señalo que las Escrituras hablan de Dios de la siguiente manera: “Dios es luz, y en él no hay oscuridad alguna” (1 Juan 1:5; 1 Juan 4:24) y: “Dios es Espíritu; y los que le adoran, es necesario que le adoren en espíritu y en verdad” (Juan 4:24); y en tercer lugar, “Nuestro Dios es fuego consumidor” (Deut. 4:24; Hebreos 12:29). En estos tres textos, que son sólo una muestra de muchos otros, percibimos que Dios está representado por luz, espíritu y fuego; por lo tanto, cuando él está simbolizado como manifestado en la carne, se hace necesario seleccionar ciertas señales representativas de la luz, el espíritu y el fuego, derivados del reino animal. Ahora bien, los antiguos seleccionaron al león, al buey, y al águila para este propósito, probablemente por la tradición de la significación de estos animales, o los rostros de ellos, en los querubines originales. Se les llama los rostros de Dios porque su omnisciencia, pureza y celo están expresadas en ellos. Pero el omnisciente, celoso e incorruptible Dios había de manifestarse en una clase de carne en particular. De ahí que era necesario añadir un cuarto rostro para mostrar en qué naturaleza él se mostraría. Por esta razón, el rostro humano estaba asociado con el león, el buey y el águila. Estos cuatro rostros unidos en una sola forma humana, hecho en oro labrado a martillo; y dos de éstos, no separados y con distintos símbolos, pero de pie uno a cada extremo del propiciatorio, y lo mismo en continuidad y sustancia con el propiciatorio; tomados en su totalidad, representaban a Jesús, el verdadero propiciatorio rociado con sangre “en quien habita corporalmente toda la plenitud de la divinidad” (Romanos 3:25; Colosenses 2:3, 9). Los cuatro rostros habían de mirar hacia el propiciatorio a fin de contemplar la sangre rociada del sacrificio anual. Para lleva esto a cabo, eran necesario dos querubines; de modo que los rostros del león y el buey del uno; y los rostros del hombre y del águila en el otro; todos debería apuntar hacia el propiciatorio. Por esta descripción de las cosas se verá lo importante que es el lugar que ocupaban los querubines en la adoración a Dios en relación con “la representación de la verdad”. No había objetos de adoración; sino símbolos que representaban a la mente de un creyente inteligente la Simiente de la mujer como Dios manifestado a semejanza de carne de pecado. Esto yo entiendo que era el significado de los querubines que el Señor Dios colocó al oriente del huerto, y que llegó a ser el germen, por así decirlo, de las observancias prefiguradas de las instituciones mosaicas y patriarcales, cuya sustancia era de Cristo. LA ESPADA ARDIENTE “Una espada encendida que se revolvía por todos lados” Las cosas representadas por los rostros del león, buey y águila estaban manifestadas visiblemente en la espada en llamas. Ésta era luz, espíritu y fuego flameando alrededor de los querubines como la gloria de Dios. Se revolvía por todas partes para cuidar el camino hacia el árbol de la vida. Esto es todo lo que dice Moisés sobre ella; y si no fuera por otros testimonios estaríamos sin poder entender su significación alegórica. Los querubines puestos en el tabernáculo y primer templo estaban envueltos en una nube de espesa oscuridad (2 Crónicas 5:14; 6:1). En la noche, la nube, que era visible sin lo anterior, parecía un ardiente fuego (Éxodo 40:35-38); pero en el día se alzaba como un pilar de nube. Las tinieblas y el fuego eran frecuentes acompañamientos de la presencia divina; en verdad, siempre fue así en grandes ocasiones. La presencia de Yahvéh en el Monte Sinaí fue un magnífico y terrible ejemplo; y cuando Jesús expiraba en sangre, Judea fue cubierta por tinieblas, y Dios estuvo ahí. Con la excepción del trueno, el terremoto, la tempestad y el relámpago, las comunicaciones de Dios con Moisés, y después de él con los sumos sacerdotes, se realizaban de entre los querubines, como en el Sinaí: “Yahvéh había descendido sobre él en fuego; y el humo subía como el humo de un horno… y Dios le respondía con una voz” (Éxodo 19:18); de manera que las espesas tinieblas se hacían luminosas e indicaban su presencia. La iluminación de las tinieblas sin la voz sería suficiente para garantizar su aceptación. El sacerdote, habiendo presenciado esto en el gran día de la expiación, cuando salía hacia la gente, que lo miraba con ansiedad para saber el resultado, estaría capacitado para informarles que el Señor había resplandecido. Ésta era la señal para ellos de una simbólica salvación. De ahí que Asaf orara así: “Oh, Pastor de Israel, escucha;… tú que estás entre los querubines, resplandece… despierta tu poder… y ven a salvarnos. Oh Dios, haznos volver; y has resplandecer tu rostro y seremos salvos” (Salmos 80:1-3). Pero la espada ardiente del Edén se halla ilustrada de manera más notable, en cuanto a su aparición, en la descripción que hace Ezequiel acerca de la gloria querúbica. Él dice que vio “una gran nube y un fuego relampagueante, y alrededor de él un resplandor, y en medio del fuego algo que parecía como de ámbar, y en medio de ella, la figura de cuatro seres vivientes [o querubines]… Su apariencia era como de carbones de fuego encendidos, como la apariencia de antorchas que se movían entre los seres vivientes; y el fuego resplandecía, y del fuego salían relámpagos. Y los seres vivientes corrían y regresaban a semejanza de relámpagos”. Era habitual en el Señor contestar a los hombres por medio del fuego cuando se había de establecer algún gran principio, o una nueva institución. Así, el pacto con Abraham fue confirmado con fuego (Génesis 15:17; también salió un fuego de delante del Señor y consumió la ofrenda durante la iniciación de Aarón como sacerdote (Levítico 9:24); cuando la plaga se suspendió ante la intercesión de David, el Señor le contestó por medio del fuego desde el cielo sobre el altar de la ofrenda, y de este modo indicó el lugar que él había escogido para colocar ahí su nombre (1 Crónicas 21:16, 18, 26; 22:1); y también en la dedicación del templo, el fuego consumió los sacrificios de la misma manera (2 Crónicas 7:1). Por estos ejemplos, creo que es una buena conclusión de que la espada ardiente del Edén se aplicó a un propósito similar, o sea, resplandecer su fuego para la consunción de los sacrificios ofrecidos por la familia de Adán ante el Señor. El fuego descrito por Ezequiel representaba el espíritu de Dios en sus relaciones querúbicas; porque como el fuego resplandecía sus relámpagos, así ellos se movían de un lado a otro. También representaba la gloria, o fulgor, del Mesías cuando aparezca en su trono. “Yo vi”, dice él, “sobre la figura de un trono, había algo a semejanza de un hombre sentado sobre él. Y vi algo que tenía la apariencia de ámbar, como la apariencia del fuego dentro de ella alrededor, desde el aspecto de sus lomos hacia arriba; y desde sus lomos hacia abajo, vi que parecía como fuego y que tenía un resplandor alrededor. Como el aspecto del arco iris que está en las nubes en día de lluvia, así era el aspecto del resplandor alrededor. Ésta fue la visión de la semejanza de la gloria de Yahvéh” (Ezequiel 1:26-28). La representación apocalíptica de la gloria del Señor cuando se hallaba sentado en el trono de David es una repetición de la de Ezequiel, aunque con algunas modificaciones, a fin de adaptarla a las circunstancias que habían surgido de las cosas relacionadas con Jesús. “Miré”, dice Juan, “un trono que estaba puesto en el cielo, y uno sentado en él. Y el que estaba sentado era de aspecto semejante a una piedra de jaspe y de cornalina; y alrededor del trono había un arco iris semejante en aspecto a la esmeralda… Y del trono salían relámpagos, y truenos y voces; y siete lámparas de fuego ardían delante del trono, las cuales son los siete espíritus de Dios” (Apocalipsis 4:2-5). Por estos pasajes, que el fuego, que también es la luz, es una representación simbólica indicativa del espíritu de Dios. Si fuese necesario más pruebas, el derramamiento del espíritu en Pentecostés y en la casa de Cornelio, sería suficiente para establecer el asunto (Hechos 2:2-4; 11:15). Ahora bien, cuando este aspecto envuelve a hombres y cosas, se le llama gloria, o majestad. De ahí que, refiriéndose a la transfiguración de Jesús en el Monte, dice el apóstol: “Fuimos testigos oculares de su majestad. Porque él recibió honra y gloria del Padre Dios” (2 Pedro 1:16). Semejante gloria, o fulgor, representada de manera tan hermosa por Ezequiel y Juan, vestirá a los santos, así como al Señor Jesús, cuando aparezcan en el reino de Dios; como está escrito: “Y los entendidos resplandecerán como el resplandor del firmamento, y los que lleven a muchos a la rectitud, como las estrellas, por toda la eternidad” (Daniel 12:3). El apóstol también habla del fulgor del sol, la luna y las estrellas como una ilustración de la gloria de los santos resucitados (1 Corintios 15:41, 42), lo cual está representado simbólicamente en Ezequiel y Juan como la gloria del Señor, el profeta lo afirma claramente con estas palabras: “La luna se confundirá y el sol se avergonzará cuando Yahvéh de los ejércitos reine en el monte Sión, y en Jerusalén y delante de sus ancianos en gloria” (Isaías 24:23). Por todo lo anterior, yo concluyo entonces que los querubines y la espada ardiente al oriente del huerto del Edén, eran representativos, en primer lugar, de Dios manifiesto en la naturaleza de la mujer como “la palabra hecha carne”; y, por ser herido en el talón, establecido como el propiciatorio rociado de sangre por el pecado; y, en segundo lugar, de Dios manifestado en la naturaleza espiritual, vestido de un fulgor deslumbrante, superando en esplendor al sol y a la luna. Los querubines eran el trono del Señor en relación con el mundo antediluviano. Ahí él se comunicaba con los hombres. Su presencia estaba allí, y el altar que él había instalado. Cuando los hombres iban a ofrecer sacrificio ante él, allí presentaban sus ofrendas. Si éstas eran acordes con sus requerimientos, él aceptaba al adorador; y, probablemente, le respondía por medio de fuego que resplandecía desde la gloria querúbica, y consumiendo el sacrificio que estaba sobre el altar. Si el adorador fuese infiel y desobediente, los rostros permanecían ocultos en una densa oscuridad y la ofrenda quedaba sin ser consumida. Éste fue el caso de Caín. Su semblante decayó, y él se expresó con ira. Entonces el Señor Dios “le respondió con voz””, y la conversación que tuvo lugar a continuaciones halla consignada en la narración mosaica. Habiendo, pues, averiguado el significado de los querubines y la espada ardiente, procederé ahora a hablar de las normas de la religión. “EL CAMINO DEL ÁRBOL DE LA VIDA” “Porque estrecha es la puerta y angosto el camino que lleva a la vida, y pocos son los que la hallan”. La religión no es contemporánea con la formación del hombre; ni tuvo existencia durante el noviciado del hombre. Aunque se instituyó en el paraíso, no estaba allí para que él la practicara; porque mientras él continuara siendo el ocupante sin pecado del huerto, él no tenía necesidad alguna de los consuelos curativos que proporciona la religión. Hasta el momento que en que él comió del fruto prohibido, no hubo ruptura de amistad, ni confusiones, ni distanciamiento entre él y el Señor Dios; por lo tanto, no hacía falta ningún medio, o sistema de medios, para la reconciliación de personas distanciadas. Pero, tan pronto como el buen entendimiento se interrumpió debido a la desobediencia a la ley del Edén, se dictaminó contra los ofensores una sentencia a ser condenado al polvo; y se instituyeron los medios para que volvieran a ser uno con el Señor, para que él pudiera levantarlos de la tierra, ya no desnudo y avergonzado de su condición; sino vestido con gloria y honra, incorruptibilidad y vida, como una corona de justicia que nunca debería decaer. Estos medios instituidos prepararon el camino de vida que Moisés denomina “el camino de Dios” (Génesis 6:12). David lo llama “la senda de la vida” (Salmos 16:11), lo que el apóstol, al citarlo, lo vierte como “los caminos de la vida [οδοί ζωής]” Hechos 2:28), es decir, el camino que conduce a la vida por el cual un hombre debe andar ahora; y el camino hacia el reino desde la casa de la muerte. En el principio, el camino de Dios se llamaba “el camino del árbol de la vida”; el cual, en el pasaje donde ocurre, debe entenderse literalmente y después alegóricamente. En su sentido literal, fue el sendero que conducía al árbol que estaba en medio del huerto; pero alegóricamente, significaba las cosas que han de creer y practicar aquellos que desean vivir para siempre. Creer y hacer es andar por “el camino que conduce a la vida”; porque la inmortalidad será parte de la recompensa por hacerlo. Hasta el momento de la crucifixión, el Camino estaba demarcado, en primer, por el sistema patriarcal; y en segundo lugar, por la ley mosaica; todo lo cual apuntaba al Silo. Pero, cuando apareció Jesús, él anunció, diciendo: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida; nadie viene al Padre, sino por mí” (Juan 14:6). Quienquiera que pueda llegar a alcanzar la vida, debe creer que la verdad referente a Jesús y al reino, que es el lugar santísimo. De ahí que se ha escrito: “Así que, hermanos, teniendo libertad para entrar en el Lugar Santísimo por la sangre de Jesucristo, por el Camino Nuevo y Vivo, que él nos consagró, a través del Velo, esto es, de su carne” (Hebreos 10:19-20). El antiguo Camino sólo era típico de lo nuevo; pero ambos eran estrictamente asuntos de revelación. Nada queda a la conjetura. El hombre puede corromper el Camino del Señor; pero no puede mejorarlo; y cuando trata de adaptarlo a las circunstancias, lo convierte en “el Camino que conduce a la destrucción”, el cual es ancho y cómo para caminar por él, en perfecta armonía con los deseos y pensamientos de la carne. Las cosas del Camino de la Vida constituyen la RELIGIÓN. Como palabra, se deriva del latín religio, de religare, que significa atar de nuevo; de ahí que religión es el acto de atar de nuevo, o aquello que repara una brecha existente entre dos partes. Esta idea tradicional la expresaban los romanos por el término religio. Ellos creían como la base de su mitología, que el género humano y los dioses estaban en enemistad.; pero, cómo se originó, ellos habían perdido ese conocimiento. Tenían la impresión de que ambas partes estaban enojadas, pero no a un grado implacable; no obstante, tan separados de los hombres que no podía haber comunicación directa con ellos. La conversación mediadora con los dioses era una idea que prevalecía universalmente en el mundo. Los paganos la habían tomado por tradición de la familia de Noé, en quienes se había depositado los principios revelados del Camino de Dios instituido en el principio. La idea de una comunicación mediadora para el apaciguamiento de la ira divina estaba incorporada en toda la adoración privada y en el templo, lo cual constituía su religión. Ellos derramaban abundantemente la sangre de las víctimas; y, por la tradición del sacrificio de Isaac por Abraham en obediencia al mandato divino, los cartagineses, los cuales migraron desde Palestina, probablemente concluyeron que la más aceptable ofrenda por el pecado era la de la vida humana. Sea como fuere, el concepto de que “sin derramamiento de sangre no se hace remisión”, lo cual es un axioma de la verdad de Dios, estaba profundamente arraigado entre todos los descendientes de los hijos de Noé. Su sistema era una corrupción del Camino de Dios. Ellos carecían de fe y erraban al no conocer “sus pensamientos”. La palabra que usaban los griegos para religión era θρησκεία, de θρησκευω, adorar. Esto puede provenir de σκεuος, tomado metonímicamente para referirse a un ministro (religioso); y θρεω, gritar o clamar a gritos; porque, en esa adoración que resulta del pensamiento de la carne pecadora, los participantes desgarraban el aire con sus gritos; y, si eran idólatras, “invocaban el nombre de sus dioses” con gritos frenéticos, “y se cortaban con cuchillos y con lancetas conforme a sus costumbres, hasta que les chorreaba la sangre” (1 Reyes 18:28). La adoración de Dios no reconoce semejantes prácticas. Cuando las personas hacen que sus casas de reunión retumben con ruidosas oraciones, tal como a menudo se puede oír entre algunos que profesan la religión de Cristo, gritando; digo, como los sacerdotes de Baal, como si Dios estuviera “meditando, o está ocupado, o se ha ido de viaje; o acaso duerme y hay que despertarlo”; tales personas manifiestan que son σκευn οργnς, vasos de ira, que no entienden la naturaleza de la verdad; y no σκευn ελέους, vasos de misericordia, cuyos pensamientos están en armonía con la ley divina. ¡Qué diferente era la oración de Elías! De él salió “una voz apacible y delicada” de súplica ferviente, pero tranquila. Él sabía que Dios ni era sordo ni estaba dormido, sino que era un Dios omnipresente por medio de la universalidad de su espíritu. Sus palabras eran pocas (Eclesiastés 5:1, 2). Él no esperaba ser escuchado por su mucho hablar; sabiendo que Dios no se conmueve por “vanas repeticiones”, o verbosidad, sino por el amor que él tiene por sus hijos, y para la gloria de su nombre. Aunque los hombres consideran que hay una carencia de armonía entre ellos y la sabiduría y poder divinos, y admiten que ellos son merecedores de de la ira divina; ellos no entienden que, como ofensores, no tienen derecho a instituir los medios de reconciliación. Ellos actúan en base al principio de que Dios ha dejado que ellos le adoren conforme a los dictados de la propia razón de ellos. De ahí que el mundo esté lleno de modos de adoración tan diversificados como lo son los pensamientos de la carne pecadora. Las ideas de que los hombres puedan inventar servicios religiosos, y que el disgusto divino se puede apaciguar por medio del ingenio humano, son falacias que son características de la falsa religión dondequiera que se hallen. Los hombres no tienen derecho de inventar religiones o modos de adoración. Incluso la razón dicta esto cuando el asunto es visto como una ruptura entre amigos. Cuando se produce un malentendido entre ellos, la iniciativa de una reconciliación corresponde a la parte ofendida; y sólo él tiene el privilegio de dictar los términos del acuerdo. De ahí que en la ruptura entre Dios y el hombre, sólo Dios tiene la prerrogativa de prescribir. Y todo lo que los hombres tienen libertad para hacer es aceptar, o rechazar, las condiciones de amistad y paz. Este enfoque del caso excluye enteramente la idea de apaciguar la ira de Dios por medio de la ingeniosidad humana. Dios no necesita que el hombre lo apacigüe; y, por lo tanto, todo sistema que esté basado en la idea de que es necesario apaciguarlo, no sólo es contrario a las Escrituras, sino que es esencialmente falso. Él ya está reconciliado con el mundo, al cual siempre amó; aunque el mundo actúa como, y por lo tanto es, el enemigo de Dios. “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo Unigénito para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (Juan 3:16). El hecho de que se instituya una religión divina, es prueba del amor que él siente por la raza humana. Él intenta apaciguar a los hombres por medio de su bondad, la cual los invita a arrepentirse (Romanos2:4). Su amor se manifiesta en todo lo que él ha hecho por el mundo. Él ha procurado iluminarlo, y enaltecerlo para que pueda participar de la naturaleza divina por medio de las influencias bienhechoras de la verdad. Él ha enviado mensajeros al mundo con riesgo de sus vidas, dispuestos a ofrendarlas en la obra divina de suplicar al género humano que se reconcilie con Dios. ¿No es extraño que los hombres asedien al cielo con vanas y clamorosas repeticiones, “orando y rogando” para que Dios “baje a convertir a estos acongojados penitentes, a los cuales ellos están “llevando en brazos ante un trono de gracia”, representándolos totalmente dispuestos y deseosos de ser reconciliados si él sólo concediera su espíritu, y así asegurarles que todo era paz entre ellos; ¿no es extraordinario, digo, que sea esta la situación a pesar de la revelación de que “Dios estaba en Cristo, reconciliando consigo al mundo, no tomándoles en cuenta sus pecados”; y así, “habiendo pasado por alto los tiempos de esta ignorancia”? (Hechos 17:30). El caso es exactamente el reverso de la teoría que se predica desde el púlpito. Esta teoría representa al mundo reconciliado, mientras que Dios se halla irreconciliado y difícil de persuadir. De ahí que el mundo está lleno de religiones, todas las cuales han sido inventadas y se continúa practicándolas con el propósito de apaciguar su ira, y predisponerlo para la paz. Los oradores desde el púlpito lo representan como si estuviera furioso, listo para arrojar al género humano en las llamas del infierno, y lo único que le impide que les lance sus rayos es Cristo que, por así decirlo, ¡lo sujeta del brazo y le muestra sus heridas! Pero esto es sólo mitología. Dios no se halla en semejante actitud con el mundo, ni tampoco Cristo con él. El Señor Jesús no está contendiendo con el Padre bajo ninguna circunstancia. Entre ellos no hay ningún antagonismo. Ellos concuerdan en todo; y lo que Dios concibe se encomienda al Hijo para que lo lleve a cabo. El mundo no está reconciliado con Dios; ni tiene tampoco la menor disposición de reconciliación en base a ningún principio aparte de los que el mundo mismo ha decretado. Estos principios son subversivos de la supremacía de Dios en el universo; son dañinos para su verdad; desmoralizan su carácter; por lo tanto, él no aceptará homenaje alguno basado en tales principios. Desde tiempos antiguos él ha proclamado las condiciones para la paz, que él está esperando ratificar en cada caso en que son aceptadas. Esta proclamación se llama ”la Palabra de Reconciliación” que, dice el apóstol, “Dios… nos ha encomendado a nosotros”. No a mí, sea entendido con toda claridad; ni tampoco a los eclesiásticos de cualquier secta o denominación existente. La Palabra de Reconciliación no se ha encomendado a ninguna persona, o conjunto de personas que vivan en la actualidad. Fue encomendada a los apóstoles y a sus colaboradores inspirados divinamente, y únicamente a ellos. De modo que ellos podían decir en las palabras de uno de ellos: “Nosotros somos de Dios; el que conoce a Dios, nos oye; el que no es de Dios, no nos oye. En esto conocemos el espíritu de verdad y el espíritu del error” (1 Juan 4:6). Y ellos estaban perfectamente justificados al decirlo. Porque Jesús les dijo: “Pues no sois vosotros los que habláis, sino el Espíritu de vuestro Padre que habla en vosotros” (Mateo 10:20). Por lo tanto, dijo él en otra parte: “El que a vosotros oye, a mí me oye; y el que a vosotros desecha, a mí me desecha; y el que me desecha a mí, desecha al que me envió”. De modo que la palabra de reconciliación fue encomendada a los apóstoles, a los cuales Dios había nombrado como sus embajadores ante el mundo. Y, obsérvese que su carácter de embajadores no descansaba en suposiciones, como la de sus pretendidos sucesores. Dios atestiguaba por ellos, como lo había hecho por su Hijo antes de ellos. Sus credenciales estaban en los milagros que acompañaban a su palabra. Estos producían las señales de su apostolado, y multitudes las reconocían, como Nicodemo lo reconoció ante el Señor de ellos, diciendo: “Sabemos que eres maestro que ha venido de Dios; porque nadie puede hacer estos milagros que tú haces, si no está Dios con él” (Juan 3:2). Ellos no habrían sido recibidos como embajadores del cielo si Dios no hubiese atestiguado por ellos por medio de su poder; pero habiendo sido atestiguados, ellos estaban preparados, y se presentaron ante la corte de Satanás, es decir, ante César, para invitar al mundo a estar en paz con él. Los oradores desde el púlpito de esta época, o están muy engañados, o, si sus ojos están abiertos, abusan notoriamente de la credulidad del público al fingir ser embajadores de Cristo para el mundo. Pero ellos son aliados del mundo; amigos y partidarios de las instituciones del reino de Satanás, cuyos súbditos les pagan su salario ¡a condición de que prediquen lo que a ellos les satisface! Hablan de ser ministros y embajadores de Jesucristo. ¡Qué torcida debe ser su mente para imaginar eso! Y qué engañada la gente por “filosofías y vanas sutilezas”, que puede aceptar tan infundada pretensión. ¿Han visto ellos a Jesús? ¿O qué mensaje especial tienen ellos para el mundo de parte de Dios, que los hombres no pueden leer por sí mismos en las Escrituras de la verdad? Si ellos tienen alguna nueva luz de parte de él, él lo atestiguará por medio de una demostración de poder como siempre lo ha hecho. Entonces los hombres estarán justificados al recibirlos como plenipotenciarios de la Majestad Divina, siempre que lo que ellos hablen sea en estricta conformidad con lo que predicó Pablo; de otra forma, no. “Dios… nos dio”, dice el apóstol, “el ministerio de la reconciliación… Así que somos embajadores en nombre de Cristo, como si Dios rogase por medio de nosotros”; os rogamos en nombre de Cristo. Reconciliaos con Dios” (2 Corintios 5:18-20). Éstos son los hombres que él designó, los que procuraban no complacer al público, sino iluminarlos; “porque”, dijo uno de ellos, “si todavía agradara a los hombres, no sería siervo de Cristo”. La ecclesia estaba asociada con los apóstoles en el ministerio de la reconciliación. Por la expresión “la ecclesia”, me refiero, no a esa cosa multiforme que el mundo llama “la iglesia” en estos tiempos, sino a aquel completo cuerpo de discípulos, juntados por las labores personales de los apóstoles y los evangelistas; y todas las subsiguientes generaciones, la que deberían creer y practicar la misma verdad. A este “único cuerpo” (Efesios 4:4), energizado por el “único espíritu”, y “perfectamente unidos en una misma mente y en un mismo parecer” (1 Corintios 1:10; Hechos 4:32), y llamados “LA NOVIA”, se le ha encomendado la obra de dar a conocer “la multiforme sabiduría de Dios” (Efesios 3:10), según se halla en la palabra; y de invitar al mundo a reconciliarse con Dios (Apocalipsis 22:17). Ningún miembro de este cuerpo está exento de la obligación de cooperar en esta obra. Es el deber y privilegio de cada uno en su propia esfera esforzarse por hacer volver a los hombres hacia la justicia. Porque en la familia de Dios no hay ninguna diferencia de “clero” y “laico”. En los días de los apóstoles, las cosas eran muy diferentes a lo que son ahora. Había muchas congregaciones, o ecclesias, pero todas eran un solo rebaño, o “denominación”, y hombres dotados de los dones espirituales eran sus líderes. Pero incluso éstos no se diferenciaban de sus hermanos como “clero”, o sacerdotes; sino como ministros, o siervos. Conociendo bien la presunción, orgullo y arrogancia de la carne, el Espíritu les mandó especialmente alimentar al rebaño, y no estafarlo; supervisarlo con agrado y con mente dispuesta, pero no por un afán de recibir compensación; y ser ejemplo para el rebaño, y no tratar despóticamente a las heredades del Señor (1 Pedro 5:2, 3). La palabra “clero”, como título de una orden religiosa, la asumen hombres que no tienen derecho a ella. Es una palabra que proviene del griego κλήρος, una parte o porción, y en el texto citado el apóstol lo aplica a una sola congregación de discípulos; de modo que cuando él habla de todas las congregaciones del rebaño, él las llama “las heredades”, των κλήρων. Pero, en años posteriores, los ministros de las heredades, o clérigos, hicieron caso omiso del mandamiento, y se erigieron como señores de las heredades, a las cuales estafaban y oprimían por amor al lucro. Ellos incluso hacían que los cleros de Dios creyeran que no eran más que simples comuneros; mientras que ellos mismos, los usurpadores de los derechos de los creyentes, pretendían ser la especial parte, o porción de Dios, como la tribu de Leví lo fue entre los israelitas; y se establecía entonces la diferencia entre el “clero” y los “laicos”, tomado de oί λαοί, ¡la multitud! Pero la diferencia pertenece a la apostasía, y no a las oprimidas y dispersas ovejas de Dios. Cuando el “clero” se instala entre ellos, son como “lobos rapaces que no perdonarán al rebaño; y de entre vosotros mismos se levantarán hombres que hablen cosas perversas, para arrastrar a los discípulos tras sí” (Hechos 20:29, 30) para su propio provecho mundano. Ellos no tienen nada que ver con la palabra reconciliación, excepto para distorsionarla y desprestigiarla. Los principios de la apostasía, y en verdad de toda religión falsa, son el resultado de la forma de pensar de la carne, cuando es dejada por su cuenta. Esto está ilustrado en el caso de Adán y Eva. Ellos intentaron cubrir su pecado con un método propio. “Cosieron hojas de higuera, y se hicieron delantales”. Es cierto que cubrieron su vergüenza, pero su conciencia no fue sanada. Aunque era lo mejor que pudieron hacer dentro de su ignorancia. Ellos todavía desconocían el gran principio de que sin derramamiento de sangre no podría haber remisión de pecado (Hebreos 9:22). Ellos no estaban conscientes de esta necesidad; porque no había sido revelado; ni ellos entendían que como ofensores no se les permitiría que hicieran una cobertura por su cuenta. Tenían que aprender todo lo referente a los requisitos para la reconciliación con Dios. No tenían idea acerca de la religión; porque hasta ese momento no tenían necesidad de ninguna religión. Aún no se había revelado que éste era el medio designado divinamente para cubrir la brecha que el pecado había creado entre Dios y los hombres. Como el hombre había quedado sujeto al mal, y relegado a la esclavitud de un estado perecedero, el Señor Dios repudió su invento de hojas de higuera y “Dios hizo… túnicas de pieles” para que se cubrieran. En este testimonio hay mucho expresado en pocas palabras. Hacer ropa de pieles implica un mandato para el sacrificio de animales, cuyas pieles se destinaban para este propósito. También implica que Adán era el sacerdote en esta ocasión, que se presentaba ante el Señor con la sangre mediadora. Cuando se aceptaba el sacrificio, la ofensa quedaba provisionalmente perdonada; porque la Escritura dice que no es posible que la sangre de animales quite pecados (Hebreos 10:4). Era imposible porque el pecado había de ser condenado en la carne de pecado. Esto requería la muerte de un hombre; porque los animales no habían pecado; de modo que si la totalidad del mundo animal, excepto el hombre, hubiese sido hecho una ofrenda por el pecado, el pecado aún habría permanecido sin conde en su naturaleza. Además de la necesidad de un sacrificio humano, Dios consideraba igualmente necesario que la víctima estuviera libre de transgresiones personales; y que cuando la víctima hubiese padecido, él lo levantaría de entre los muertos a fin de que fuera “un sacrificio viviente”. Si la muerte de un transgresor hubiese sido suficiente, entonces a Adán y Eva se les habría dado muerte de inmediato, y levantados de nuevo a la vida. Pero esto no era conforme a la sabiduría divina. El gran principio que debía lograrse era la condenación del pecado en la carne de pecado, inocente de transgresión alguna. Este principio necesitaba la manifestación de uno, que fuese nacido de mujer, pero no de la voluntad del hombre. Esta persona sería la Simiente de la Mujer, hecho de la sustancia de ella, con Dios como su Padre, quien, por su espíritu cobertor, causaría que ella concibiera. Él sería Hijo de Dios por origen; e Hijo de María por descendencia, o por nacimiento en la carne de pecado. Ahora bien, no debe suponerse que Adán y Eva no entendían esto; sin duda, Dios se los explicó; porque no tenían a nadie más que les enseñara sino él; y sin su instrucción, ellos no habrían sabido lo que deberían creer. Fue de ellos que Abel derivó su conocimiento respecto a cuál era la base de su fe, de lo cual testificó Dios en su aceptación de las primicias de su ganado y su grasa. Adán y su esposa tenían fe, o Dios no habría aceptado los sacrificios con aquellas pieles con las que fueron vestido; porque era tan cierto en aquel tiempo como lo es ahora, que “sin fe es imposible agradar a Dios”. Entonces, la fe en la Simiente de la Mujer, primero como un sacrificio por el pecado, herido de muerte por sus enemigos; y después como el destructor del poder del pecado; en conexión con el sacrificio de animales en representación de la herida en su talón, fue la base de la aceptación de ellos por el Señor Dios. Era el Camino de la Vida. Si ellos andaban con Dios por este camino, ellos serían tan gratos para él como posteriormente lo fue Enoc, el cual fue trasladado como 57 años después de la muerte de Adán. Fue el camino que los antediluvianos habían corrompido, y aunque los sacrificios han sido interrumpidos, la fe y la esperanza que adquirieron celebridad y encomio para Abel, Enoc, Noé, Abraham, Moisés, y una nube de otros testigos, contienen substancialmente las mismas cosas, pero con menos detalles que la fe que predicaron los apóstoles como el evangelio del reino y el nombre de Cristo para la justificación de todos los que creyeran. Las cosas en las que creía Abel, en comparación co la fe que se predicó en Pentecostés, eran como la bellota para el roble. El evangelio del reino en el nombre de Jesús era la revelación en plenitud de las cosas comunicadas en el principio; y después ampliadas más considerablemente en las promesas que se hicieron a los padres del pueblo de Israel. Cuando los santos estén todos congregados en el reino, no se hallarán en una situación inesperada. Todos ellos estarán allí en virtud de creer las mismas cosas; aunque algunos, contemporáneos con la historia posterior del mundo, habrán tenido la ventaja de testimonios más abundantes. Sus pecados habrán sido cubierto en base al mismo principio: por la vestidura de justicia derivada del sacrificio, por la fe en cuya sangre ellos habían sido limpiados. No hay verdadera religión sin fe; ni ninguna verdadera fe sin la creencia en la verdad. Ahora bien, aunque una fe bíblica es la cosa más escasa entre los hombres, es sumamente sencillo, y de ninguna manera difícil de adquirir cuando se busca correctamente. Pablo da la mejor definición de fe que existe. Él dice: “La fe es la expectativa segura (νποστασις) de cosas que se esperan, una plena convicción (έλεγχος) de lo que no se ve” (Hebreos 11:1). Ésta es la fe sin la cual, nos dice él después, Dios no se siente complacido, y no hay ninguna posibilidad de que lo sea. Es fe lo que tiene dominio del pasado y del futuro. La persona que la posee sabe lo que los apóstoles han testificado referente a Jesús, y está plenamente convencido de su verdad; también conoce las grandísimas y preciosas promesas que ha hecho Dios referente a cosas que han de venir, y confiadamente esperan su cumplimiento literal. Al tener dominio de estas cosas con una fe firme, él adquiere un modo de pensar y una disposición que son estimables a la vista de Dios; y al ser como Abraham en estos asuntos, él está preparado, por inducción en Cristo, para llegar a ser un hijo del padre de los fieles y del amigo de Dios. La fe viene por el estudio de las Escrituras; como está escrito: “Así que la fe viene por el oír, y el oír por la palabra de Dios” (Romanos 10:17). Esta palabra contiene el “testimonio de Dios”. Cuando se entiende este testimonio, y se le permite formar su propia impresión en “un corazón bueno y honesto”, la fe se establece ahí por sí misma. No hay más misterio en esto como cuando un hombre llega a creer que otro es culpable de un delito cuando se ha familiarizado con todo el testimonio que hay sobre el caso. La capacidad para creer se halla en una disposición sana, y en el conocimiento del testimonio de Dios. Donde hay ignorancia de esto, no puede haber fe. Es imposible que un hombre ignorante de la palabra de Dios tenga fe, como lo es que un hombre crea en la culpabilidad de otro en un supuesto delito si no sabe nada en absoluto del asunto. Pero, alguno podría decir, hay multitudes que creen en Cristo, que tienen un gran desconocimiento de las Escrituras. Sí, ellos creen en Cristo como los turcos creen en Mahoma. Pero ésta no es la fe definida por Pablo. La simple creencia de que Jesús es el Hijo de Dios no significa que cree en él. Creer en él es creer lo que Dios testifica de él. La fe del “mundo religioso” es como un taburete con una sola pata. Profesa creer en Jesús, pero ignora y por lo tanto no tiene fe en el mensaje que él fue enviado a entregar a Israel. Su mensaje tenía relación con “lo que se espera”; con las cosas del reino que el Dios del cielo establecerá sobre la ruina de los reinos que existen actualmente. A los hombres se les invita a creer en el Mensajero del Pacto, y en el mensaje que revela las cosas del pacto. Creer en uno y rechazar al otro es una estulticia. El “mundo religioso” se ha colocado en este predicamento; y a menos que crea en la verdad completa, lo que no es probable, será cortado como lo fue Israel en los días antiguos. “El cumplimiento de la ley es el amor” (Romanos 13:10). “El que tiene mis mandamientos y los guarda, ése es el que me ama”. “El que me ama, mi palabra guardará”. “El que no me ama, no guarda mis palabras” (Juan 14:21, 23, 24). A pesar de estas palabras de Jesús, ¿cuánto vale el amor de los “profesores” por Dios y su Hijo? Es como la de de ellos, no tiene valor alguno. Dios pide a los hombre su corazón; pero ellos le dan sólo palabrerías. Ellos profesan amarlo, pero dan su afecto al mundo. Desde el trono eclesiástico, o púlpito, al más humilde “laico”, ¿pueden dar una demostración bíblica de obediencia a la fe? Ellos ofrecen sacrificios verbales sin fin; al menos ellos lo hacen, los que son compensados por sus palabras; los “laicos” están poseídos por una legión de espíritus mudos, y se sientan sólo como los oyentes lánguidos de la “elocuencia” presentada conforme al gusto de ellos; pero, ¿dónde está la obediencia al evangelio del reino en el nombre de Jesús? ¿Quién ha pensado alguna vez en obedecer esto? ¿Y sin embargo él viene a vengarse de todos los que no le obedecen? Aquí no puedo menos que recomendar encarecidamente las palabras de Samuel a la atención del lector. “¿Acaso”, dice él, “se complace el Señor tanto en los holocaustos y en los sacrificios como en la obediencia a las palabras del Señor? Ciertamente, el obedecer es mejor que los sacrificios, y el prestar atención que la grosura de los carneros. Porque como pecado de adivinación es la rebelión, y como iniquidad e idolatría la obstinación“ (1 Samuel 15:22, 23). Un gran principio se ha establecido en estas palabras. Es el único que puede poner a los hombres en armonía con la religión de Dios. Sin este principio el hombre ciertamente no puede conocer la verdad; pero él debe creer y hacer si quiere heredar el reino que ha estado preparándose desde la fundación del mundo. La religión es de dos clases, a saber; aquella que es inventada por la forma de pensar de la carne de pecado; y aquella que es revelada por Dios. La primera es superstición, y lleva a los hombres a hacer muchísimo más de lo que Dios requiere de ellos. , o menos de lo que él ha señalado. En lo que es llamado “la cristiandad”, con mucha impropiedad, (porque en vez de ser el dominio de Cristo, como la palabra lo implica, es el escenario de sus padecimientos en la persona de sus discípulos, y en la supresión de su verdad), estos extremos de superstición en sus exhibiciones mayores y menores, se hallan ilustrados en todas sus diversidades derivadas del papismo, lo cual es superstición en exceso, hasta el cuaquerismo en su proporción homeopática. La religión de Dios, por el contrario, es el juste milieu [medio dorado], que ocupa una posición dominante y digna entre los dos extremos. No requiere que los hombres se humillen hasta el polvo, y que atormenten su cuerpo por sus pecados; ni que se queden inmóviles como muchas estatuas de arcilla, con semblante abatido o demudado en el silencio del sepulcro, con el pretexto de esperar que el Señor los inspire a predicar o a orar. En la religión del Señor no hay fanatismo ni pietismo. Cuando en el ejercicio de ella los hombres se sienten inspirados a la acción, están motivados por una inteligente y ferviente convicción de la verdad. Ésta es la instrumentalizad por medio de la cual él incita a los hombres al ejercicio religioso, por medio del espíritu que es la verdad (1 Juan 5:6). Por lo tanto, cuando ellos están realmente “inspirados por el Espíritu”, están inspirados por la verdad, y no hablan necedades. Ellos hablan conforme a “la ley y al testimonio”; y de este modo manifiestan a todos los que entienden las Escrituras, de que ellos tienen la “luz interior”. Todo lo que se hable que no esté de acuerdo con la palabra es necedad; y el espíritu nunca inspira los hombres a h hablar necedades, ni tampoco la luz de la verdad interior enseña jamás a los hombres a subestimar las instituciones de la religión; ni a vivir alejados a ellas con el pretexto de una refinada espiritualidad, o de una santidad superior. “Por sus frutos los conoceréis”. Ésta es una excelente regla para discernir los espíritus. Los hombres oran pidiendo el Espíritu Santo, y profesan predicar bajo su guía; y a menudo en una muy mala disposición, afirman enérgicamente que lo recibieron cuando fueron convertidos. Pero el espíritu mora sólo en aquellos que entienden, creen, y obedecen el evangelio del reino; y en aquellos andan conforme a sus preceptos. Ningún hombre, sea predicador o “laico”, tiene el espíritu, o lo que sea en relación con el espíritu, si no predica o no cree en el evangelio que predicó Pablo. El “mundo religioso” está absolutamente destituido del espíritu que pertenece a la religión de Dios, porque ignora el evangelio, y no entiende “las voces de los profetas”. Por lo tanto, si se desea sinceramente el espíritu de Dios, se debe renunciar a las tradiciones de “los padres” y de “las madres” de la apostasía, desde Orígenes hasta Joanna Southcott, Gemina Wilkinson, y Ann Lee; se debe deshacer del yugo de Roma, Oxford, Wittenberg, Geneva and Nauvoo: todos los cuales hacen de ninguno efecto la palabra del Dios vivo: y et que "escudriñar las Escrituras" de acuerdo con el mandato divino, “examinadlo todo, retened lo bueno” a fin de poder creer la verdad y obedecerla por amor a ella. Entonces Cristo morará en su corazón por la fe (Efesios 3:17); se arraigará y se establecerá por amor habiendo llegado a la obediencia de fe, que es la única norma de amor para Dios; y los miembros de su comunidad, bien intencionados y concienzudos, aunque sin conocimiento, ya no tendrán motivo de lamentación a causa de “la decadencia de la espiritualidad, y el predominio de la formalidad y la mundanalidad en las iglesias”. Todo lo que el Altísimo requiere de los hombres es que crean lo que él ha hecho, lo que él enseña, y lo que él promete: obedecer la ley de la fe; cuidar de los pobres de su rebaño, y mantenerse sin mancha del mundo. Ésta es religión pura y sin mácula (Santiago 1:27). Pero, ¡Ay!, ¿dónde puede hallarse? Siendo la religión el remedio divino para el pecado, es evidente que cuando el pecado del mundo sea quitado, la religión será abolida. Mientras exista el pecado en la tierra, también habrá separación entre Dios y los hombres; porque es el pecado, y únicamente eso, lo que interrumpe el compañerismo del hombre con Dios y sus ángeles, como el que había antes de la caída. Cuando el pecado sea erradicado del mundo, no habrá más muerte; porque el pecado y la muerte son buenos compañeros; como está escrito: “La paga del pecado es muerte”. La abolición de la muerte presupone la extinción del pecado en la carne; y, en consecuencia, que la naturaleza animal del hombre ha sido transformada (no evaporada, sino cambiada) a la naturaleza espiritual de los Elohim. Entonces el hombre ya no estará más sujeto al mal. Su raza habrá pasado por sus 7.000 años de probación; y todos sus integrantes que han sido fieles súbditos de la religión de Dios, llegarán a ser los habitantes incorruptibles y perpetuos de la tierra, emancipados de toda maldición; Entonces Dios morará en los hombres por medio de su Espíritu como lo hace en el presente con el Señor Jesucristo. Toda distinción entre iglesia y mundo, santos y pecadores, justos e inicuos, cesará para siempre; porque no habrá vivo ninguno de la simiente de la serpiente. Ellos habrán sido totalmente destruidos; porque “los mandos heredarán la tierra, y se deleitarán con abundancia de paz” (Salmos 37:11). La religión empieza en el capítulo tercero del Génesis, y encuentra el relato de su fin en los últimos dos capítulos del Apocalipsis. Su abolición está expresada en estas palabras: “He aquí el tabernáculo de Dios está entre los hombres, y él morará con ellos; y ellos serán su pueblo, y Dios mismo estará con ellos y será su Dios. Y enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y ya NO habrá MÁS MUERTE, ni habrá más llanto, ni clamor ni dolor, porque las primeras cosas han dejado de ser. Y el que estaba sentado en el trono dijo: He aquí yo hago nuevas todas las cosas… Y NO habrá MÁS MALDICIÓN” (Apocalipsis 21:3-5; 22:3). Entonces la victoria será completa. El poder del pecado y todas sus obras serán finalmente abolidas y un júbilo eterno alegrará el corazón de los hombres, para los cuales Dios será todo en todos. Como es sumamente importante que el lector tenga un claro entendimiento de la religión de Dios, si él ha de beneficiarse de ella, no estaría de más, a fin de facilitar su comprensión, presentar lo siguiente: RESUMEN DE PRINCIPIOS 1. Religión es ese sistema de medios por el cual se repara la brecha causada por el pecado entre Dios y el hombre; y la herida infligida al hombre queda sanada. 2. La contaminación del hombre fue primero un asunto de conciencia, y después corpórea. Por esta causa, la purificación es primero una limpieza de su entendimiento, sentimientos y afectos; y después, el perfeccionamiento de su cuerpo por medio de espiritualizarlo en la resurrección. 3. Una mala conciencia queda de manifiesto por medio de la verdad, y se manifiesta por la vergüenza y por las “dudas y temores”. 4. Una buena conciencia se caracteriza por una plena certeza de fe y esperanza fundadas sobre un entendimiento del evangelio del reino en el nombre de Jesús, y en obediencia a él. La obediencia de fe da a la persona “la respuesta de una buena conciencia”. 5. Una conciencia cauterizada no tiene compunciones. Es esa condición de la forma de pensar de la carne que se produce debido a la ausencia de todo conocimiento divino, y al hábito de pecar. Es incurable. 6.La religión es un sistema de fe y práctica. 7. La fe de la religión abarca lo que Dios ha hecho, lo que él promete hacer, y lo que él enseña en su palabra; todo lo cual se presenta para la elaboración de una disposición divina denominada “la Naturaleza Divina” en el creyente. 8. Para que sea de valor, la religión debe enteramente un nombramiento divino. 9. La obediencia de la religión se halla en conformidad a “la ley de la fe”, que proviene de la creencia en las cosas relacionadas con “el reino de Dios y el nombre de Jesucristo”. Se le denomina “la obediencia a la fe”, porque s+olo los creyentes pueden tenerla. 10. El arrepentimiento de la religión es el pensamiento contrario a la carne, y en armonía con el testimonio de Dios, acompañado de una disposición abrahámica como consecuencia de creer en él. 11. La moralidad de la religión es cuidar de las viudas y los huérfanos del rebaño de Cristo, y “guardarse sin mancha del mundo”. Colectivamente, es “los frutos dignos de arrepentimiento”. 12. La religión tiene sus “principios elementales” que se califican como “débiles y pobres”. Estos son: “días y meses, tiempos y años”; “comida y bebida”; sacrificios, abluciones, ordenanzas de servicio divino, lugares santos, velos, altares, censores, querubines, propiciatorios, días santos, días de reposo, etc., “lo cual es sombra de lo por venir; pero la realidad es de Cristo” (Colosenses 2:17). 13. Los principios doctrinales elementales de la religión son pocos y sencillos; y ninguna otra razón se puede dar de ellos excepto que Dios así lo ha querido. Se pueden definir así: a. Ningún pecador puede, por ningún medio, redimir a su hermano, ni dar a Dios rescate por él, a fin de que viva para siempre y no vea corrupción (Salmos 49:7, 9). b. El pecado no puede ser cubierto, o remitido, sin el derramamiento de sangre. c. sangre de animales no puede quitar el pecado d. El pecado debe ser condenado en la carne de pecado inocente de transgresión. e. Los pecados deben ser cubiertos por una vestimenta derivada del sacrificio de purificación hecho vivo por medio de la resurrección. 14. Estar desnudo es estar en un estado aún no perdonado. 15. Los siguientes principios de la religión son: “arrepentimiento de obras muertas, y de la fe en Dios, de la doctrina de bautismos, y de la imposición de manos, y de la resurrección de los muertos, y del juicio eterno” (Hebreos 6:1, 2). |