Elpis Israel - La Esperanza de Israel - Segunda Parte - Capítulo 4 EL EVANGELIO EN RELACIÓN CON EL SISTEMA MOSAICO Estado de Egipto e Israel antes del éxodo -- Llega el tiempo al que se refieren las promesas -- El llamado de Moisés -- El memorial eterno de Dios -- Moisés enviado a Israel -- Aceptado como gobernante y libertador -- Les declara las buenas nuevas; pero ellos rehúsan escuchar -- El éxodo -- Israel bautizado en Moisés -- El canto de victoria -- Alimentados con alimento de ángeles -- La pascua del Señor -- Cómo se cumplirá en el reino de Dios -- La cena del Señor -- Las doce tribus constituían el reino de Dios -- Se predica el evangelio a Israel -- Ellos lo rechazan -- Acerca del reposo -- La Casa Real del reino -- "Las misericordias fieles de David" -- El reino y el trono de David -- El reino de David era también el reino de Dios bajo su primera constitución. Después de ciento cincuenta y cuatro años que pasaron entre la muerte de José y el regreso de los israelitas de Egipto, ellos se multiplicaron tanto como para provocar la aprensión de los egipcios. “He aquí”, dijo Faraón, “el pueblo de los hijos de Israel es mayor y más fuerte que nosotros. Ahora, pues, seamos sabios para con él, para que no se multiplique, y acontezca que, en caso de guerra, él también se una a nuestros enemigos, y pelee contra nosotros y se vaya de esta tierra” (Éx. 1:9-10). Por esto, parecería que en la corte de Faraón prevalecía la idea de que los israelitas pensaban en una emigración a algún otro país. Sin embargo, si intención era impedirlo y mantener la superioridad numérica de los egipcios por medio de agotar a los israelitas con trabajo duro y opresivo y matando a sus hijos al nacer. Pero, ¿qué puede hacer la intención de reyes cuando se proponen combatir contra los propósitos de Dios? La copa de la iniquidad de Egipto estaba ya al borde de derramarse. Ellos no habían mantenido a Dios en sus pensamientos y se habían entregado íntegramente a la más grave superstición e idolatría. Habían olvidado su obligación hacia Dios, quien había salvado a su nación por medio de José, a cuya posteridad ellos habían esclavizado y destruido cruelmente. Entonces, ¿qué quedaba excepto que Dios los juzgara? ¿Que él, el Señor de toda la tierra, interviniera entre el profano tirano y aquellos a los cuales él se proponía hacerlos su pueblo, y dar a Egipto conforme a sus obras? Los cuatrocientos años de aflicción de Israel se habían cumplido. Habían servido al opresor ya demasiado tiempo; y por fin había llegado el tiempo en que fuera juzgada la nación que los había reducido a la servidumbre, y ellos remunerados por todos sus sufrimientos y servicios con el botín tomado de sus adversarios. Éste era un decreto justo y equitativo; cuya ilustración aún ha de ser mostrada a una mayor escala, “cuando el Señor pondrá otra vez su mano para recobrar el remanente de su pueblo que haya quedado de Asiria, y de Egipto, y de Patros, y de Etiopía, y de Elam, y de Sinar, y de Hamat y de las islas del mar. Y destruirá Yahvéh la lengua del mar de Egipto [el Mar Rojo]; y levantará su mano con el poder de su espíritu sobre el río [el Nilo], y lo herirá en sus siete brazos y hará que [Israel] pasen por él con sandalias. Y habrá camino para el remanente de su pueblo, el que quedó de Asiria, de la manera que lo hubo para Israel el día en que subió de la tierra de Egipto (Isaías 11:11-16). Cito aquí este pasaje como una indicación para el lector para que él entendiera cómo Yahvéh arbitrará entre Israel y las naciones existentes cuando él las injerte de nuevo, él debe dedicarse a conocer los detalles de la liberación dirigida por Moisés; porque el éxodo dirigido por él es el tipo, o representación, de su futuro éxodo dirigido por el Señor de los ejércitos. Pero, aunque los egipcios eran espiritualmente oscuros con toda su sabiduría, los israelitas podían jactarse de tener un poco más de luz que ellos. La condición relativa de estos dos pueblos era muy similar a lo que es ahora con respecto a lo que es respecto a loa judíos y a las naciones papales entre aquellas donde fueron esparcidas. Los judíos tienen una vaga idea de una promesa hecha a Abraham y, por lo tanto, acarician la esperanza de la restauración a Canaán; pero del nombre de Dios son tan ignorantes como la generación a los cuales fue enviado Moisés. “¿Quién es Yahvéh “, dijo Faraón, “para que yo oiga su voz y deje ir a Israel? Yo no conozco a Yahvéh, ni tampoco dejaré ir a Israel”. Éste es el predicamento de las naciones existentes. Ellos se hacen llamar por el nombre de Cristo, pero sobre el carácter de Dios ellos son tan ignorantes como sobre su Persona. En cuanto a Israel de “la cuarta generación”, hemos visto que “ellos no entendieron” cuando Moisés pensaba que ellos habrían reconocido en él a su libertador; y cuando Dios estaba a punto de enviarlo para ese mismo propósito cuarenta años después, Moisés preguntó qué les diría cuando los élderes de Israel le dijeran: “¿Cuál es su nombre?” – el nombre de Aquel a quién él llamó “el Dios de vuestros padres” (Éx. 3:13, 16). De este modo, sin entender las promesas, ignorantes del Dios de Abraham, Isaac, y Jacob, y sirviendo a los dioses de Egipto, ellos diferían de los egipcios sólo en que ellos eran los oprimidos en vez de los opresores, y “amados por amor a los padres” -- una representación de la actual situación de ellos, preparatoria para su emancipación eterna de la tiranía de las naciones tan ignorantes como ellos, pero más brutales. Tal era la situación de profunda ignorancia en que había caído el pueblo del Israel de Dios, “cuando se acercaba el tiempo de la promesa [el fin de los cuatrocientos años], la cual Dios había jurado a Abraham”. Pero aunque Israel las había olvidado, Dios no. Ellos estaban abrumados y absortos en sus padecimientos personales que les causaba un clamor de gran angustia. Ésta era la crisis de su destino. “Y subió a Dios el clamor de ellos con motivo de su servidumbre. Y oyó Dios el gemido de ellos y se acordó de su pacto con Abraham, con Isaac y con Jacob. Y miró Dios a los hijos de Israel y los reconoció Dios” (Éx. 2:23-25). Él envió un ángel a liberarlos. Moisés estaba pastoreando el rebaño de su suegro Jetro en el área alrededor del monte Horeb. Viendo un arbusto en llamas, pero que no se consumía, se acercó para mirarlo más de cerca. Al aproximarse, el ángel se dirigió a él en nombre del Señor, y le dijo: “Yo soy el Dios de tus padres, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob… He visto la aflicción de mi pueblo que está en Egipto, y he oído su clamor a causa de sus opresores, pues conozco sus angustias. Y he descendido para librarlos de manos de los egipcios y sacarlos de aquella tierra a una tierra buena y ancha, a una tierra que fluye leche y miel, a los lugares del cananeo, etc. Ve, por tanto, ahora, y te enviaré a Faraón para que saques de Egipto a mi pueblo, a los hijos de Israel” (Éx. 3:2, 6-10). De este modo, Moisés, a quien cuarenta años antes, habían rechazado, diciendo: “¿Quién te ha puesto por gobernante y juez?, a éste envió Dios como gobernante y libertador por mano del ángel que se le apareció en la zarza (Hechos 7:35). Siendo de esta manera llamado por Dios, Moisés fue enviado primeramente a los élderes de Israel para proclamarles las buenas nuevas de que serían liberados de Egipto, y de la independencia nacional en la tierra prometida a sus padres. Moisés no fue sólo llamado y enviado, sino que también fue equipado para la obra y preparado para probar que él era embajador de Yahvéh para ellos y para Faraón. El Señor sabía cuán razonablemente incrédulos serían ellos de la validez de las razones de Moisés al alto oficio de su plenipotencia. Ellos habían rechazado a Moisés cuarenta años antes cuando él era bien acogido en la corte de Egipto; por lo tanto, no era probable que lo aceptaran como un exiliado que regresaba. De ahí que faltaba algo más que la simple aseveración de Moisés de que él era el embajador de Dios. Por lo tanto, fue investido de poder divino mediante el cual podría ser atestiguada su afirmación. Su vara pudo convertirse en una serpiente; su mano pudo volverse leprosa como la nieve al ponerla en su pecho; y el agua del Nilo caía al suelo convertida en sangre. Por estas tres señales que se le dieron a él para que las presentara como sus credenciales, el Señor le aseguró que ellos lo aceptarían. Él debía ejecutarlas en presencia de ellos “para que crean que Yahvéh, el Dios de sus padres, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac, y el Dios de Jacob se le apareció”. “Y yo estaré en tu boca”, dijo Dios, “y te enseñaré lo que has de decir” (Éx. 4:5, 12). “Yo te he constituido dios para Faraón, y tu hermano Aarón será tu profeta” (Éx. 7:1). Habiendo recibido de esta manera su nombramiento, se le mandó que fuera y se presentara ante los élderes de Israel en su nueva asignación. Se le ordenó que les dijera: “Yahvéh, el Dios de vuestros padres, el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, me ha enviado a vosotros. Éste es mi nombre parar siempre, y con él se hará memoria de mí por todos los siglos. Yahvéh, el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, se me apareció y me dijo: De cierto os he visitado y he visto lo que se hace en Egipto; y he dicho: Yo os sacaré de la aflicción de Egipto a la tierra de los cananeos, etc.; a una tierra que fluye leche y miel” (Éx. 3:15-17). Ésta era una afirmación tan increíble como la de los “pastores” y “clero” del presente que también afirman que son “llamados por Dios como lo fue Aarón” y enviados con la palabra del Señor al pueblo como sus embajadores”. Sin embargo, la importante diferencia en el caso es que Dios atestiguó la verdad de la afirmación de Moisés, pero no confirma las pretensiones de ellos. La presunción de embajadores de clérigos y pastores se basa sólo en la palabra de ellos y respaldado por un sentimiento que nadie puede percibir excepto ellos mismos. Es una aseveración sin pruebas; y hasta que ellos puedan presentar credenciales atestiguadas divinamente como en todos los otros casos de verdaderos nombramientos en las Escrituras, se les debe considerar como impostores (lo que sería muy justificable después de esperar esas credenciales por muchos siglos); en todo caso, el género humano no tiene obligación alguna de escuchar la palabra que ellos afirman que han recibido. Cuando Moisés puso objeciones para ir a Israel, porque, dijo él: “He aquí que ellos no me creerán, ni oirán mi voz, porque dirán: No se te ha aparecido Yahvéh” (Éx. 4:1). Fue entonces que el Señor lo facultó para realizar la primera señal; y si eso no los convencía, entonces la segunda; pero si aún seguían incrédulos después de la tercera, sería irresistible. Pues bien, cuando, por medio de Aarón, él hubo dicho todas las palabras que se le mandó, “él hizo las señales delante de los ojos del pueblo”. Si ellos hubieran creído en su palabra, no se habrían dado las señales; pero como fueron dadas, es evidente que ellos no creyeron su simple afirmación. Sin embargo, cuando vieron las maravillas, llegaron a la conclusión de Nicodemo en relación con “el profeta semejante a Moisés”, de que él era una persona “venida de Dios, porque nadie puede hacer estos milagros que tú haces si no está Dios con él” (Juan 3:2); como está escrito: “E hizo las señales delante de los ojos del pueblo. Y el pueblo creyó; y al oír que Yahvéh había visitado a los hijos de Israel y que había visto su aflicción, se inclinaron y adoraron” (Éx. 4:31). Habiendo sido aceptado como un gobernante y un liberador, él y su profeta, acompañado por los élderes de Israel, se presentaron ante Faraón. Moisés se anunció como el portador de un mensaje para él de parte del Señor Dios de Israel, que dijo: “Deja ir a mi pueblo a celebrarme fiesta en el desierto”. Esta exigencia asombró muchísimo a Faraón. “¿Quién es Yahvéh”, dijo él, “para que yo oiga su voz y deje ir a Israel? Yo no conozco a Yahvéh, ni tampoco dejaré ir a Israel… Moisés y Aarón, ¿por qué hacéis cesar al pueblo de su trabajo? Volved a vuestras tareas” (Éx. 5:1-4). El único efecto de esta solicitud fue doblar su trabajo y causar que los oficiales de Israel fueran golpeados porque no lograron obtener de sus hermanos lo que era imposible. Ellos protestaron ante el tirano, pero con el único resultado de que fueron rechazados de su presencia con desdén como personas ociosas. Ellos percibieron que estaban en una situación mala y desesperada; y como su condición era peor desde que Moisés llegó a ellos, ellos lo consideraban como la causa de todos males agravados que les habían sobrevenido. Ciertamente, Moisés no podía negarlo. No tenía nada que decir como atenuante; pero en su desesperación regresó a protestar ante el Señor: “Señor”, dijo él, “¿por qué afliges a este pueblo? ¿Para qué me enviaste? Porque desde que yo fui a Faraón para hablarle en tu nombre, él ha afligido a este pueblo; y tú no has librado a tu pueblo”. De esta manera, habiéndosele hecho sentir la necesidad de la liberación, Moisés fue enviado de nuevo a ellos con alegres nuevas de una segura y rápida redención. Al comunicárselo a Moisés, el Señor introdujo el mensaje con una reiteración del memorial. “Yo soy Yahvéh; y me aparecí a Abraham, a Isaac y a Jacob con el nombre de Dios Omnipotente, pero con mi nombre Yahvéh [el que será] (Isaías 42:8-9) no me di a conocer a ellos. Y también establecí mi pacto con ellos, de darles la tierra de Canaán, la tierra en que fueron forasteros y en la cual peregrinaron. Y asimismo yo he oído el gemido de los hijos de Israel, a quienes hacen servir los egipcios, y me he acordado de mi pacto” (Éx. 6:3-5). Ése fue el preámbulo. El Dios de Abraham estaba a punto de empezar el pacto en esa parte que se relacionaba con “la cuarta generación” de la simiente natural. Por lo tanto, él estaba en relación con Israel a punto de ser conocido como el ejecutor de su palabra. Abraham, Isaac, y Jacob lo conocieron como Todopoderoso; pero como ellos habían muerto sin recibir la promesa pactada, ellos no lo conocieron como Yahvéh; sin embargo, como Yahvéh es ahora el nombre del Dios de Abraham para todas las generaciones, Abraham, Isaac, y Jacob lo conocerán como está establecido en su memorial cuando se levanten de entre los muertos. Entonces él será Yahvéh para ellos. Porque, entonces, después de casi 430 años desde su confirmación, Dios había recordado su pacto. Él le dijo a Moisés: “Por tanto, dirás a los hijos de Israel: Yo soy Yahvéh; y yo os sacaré de debajo de las pesadas cargas de Egipto, y os libraré de su servidumbre y os redimiré con brazo extendido y con grandes juicios. Y os tomaré como mi pueblo y seré vuestro Dios; y vosotros sabréis que yo soy Yahvéh vuestro Dios, que os sacó de debajo de las pesadas cargas de Egipto. Y os llevaré a la tierra por la cual alcé mi mano jurando que la daría a Abraham, a Isaac y a Jacob; y yo os la daré por heredad. Yo soy Yahvéh” (Éx. 6:6-8). Conforme a todas estas palabras, les habló Moisés, “pero ellos no escuchaban a Moisés a causa de la congoja de espíritu y de la dura servidumbre” (v. 9). Después de esto, los juicios de Dios cayeron rápido y pesadamente sobre Faraón y los egipcios, hasta que por fin recapacitaron y expulsaron a los israelitas de Egipto. El relato de este acontecimiento lo entrega Moisés: “El tiempo que los hijos de Israel habitaron en Egipto fue de cuatrocientos treinta años. Y pasados los cuatrocientos treinta años, en el mismo día todas las huestes de Yahvéh salieron de la tierra de Egipto. Es noche de guardar para Yahvéh, por haberlos sacado en ella de la tierra de Egipto. Esta noche deben guardarla para Yahvéh todos los hijos de Israel a través de todas sus generaciones” (Éx. 12:40-42). El período que se indica aquí fue de 430 años desde la confirmación del pacto, recordada ahora por Dios, que ocurrió en el 14 de Abib, o Nisan, en la víspera; el mes en que comienza el año y calendario judío, correspondiente a la segunda mitad de marzo y a la primera mitad de abril. La terrible demostración de poder por la mano de Moisés, mientras la mente de los egipcios se llenaba de consternación, convenció a Israel por fin de que Dios podía y estaba dispuesto a llevar a cabo lo que él había pactado hacer. Él le había dicho a Faraón: “Israel es mi hijo, mi primogénito. Ya te he dicho que dejes ir a mi hijo para que me sirva, pero no has querido dejarlo ir; he aquí, yo voy a matar a tu hijo, tu primogénito” (Éx. 4:22, 23). Finalmente, esta amenaza tenía que ser ejecutada; y “no había casa en Egipto donde no hubiese algún muerto” (Éx. 12:30). Primogénito por primogénito. Si Faraón destruía al primogénito de Dios, Dios tomaría represalia contra él y no perdonaría la vida del suyo. Que el lector observe el estilo que hay aquí. “Israel es mi hijo, mi primogénito”. ¿Qué importancia tiene esto? ¿No dijo Dios a Abraham que él lo había constituido en un padre de muchas naciones? Entonces estas naciones en efecto sus hijos; porque un padre implica hijos. Pero de esta familia de naciones-hijos, ¿cuál de ellas es el hijo primogénito? El testimonio que está delante de nosotros declara que es Israel. Entonces la nación de Israel es la heredera y más cerca del trono en el imperio del mundo. Pero ahora está, y lo estará por algunos años más, como lo fue en los días de Faraón. Israel, el primogénito de Dios está disperso, oprimido y destruido por los tiranos de las naciones, y es objeto de oprobio entre el pueblo. Pero la sentencia de Dios está aún en vigente; y en una crisis venidera, él le dice al autócrata, “Deja ir a mi hijo, Israel, para que me sirva; y si te rehúsas, yo voy a matar a tu hijo, tu primogénito” (Éx. 4:22-23). Cuando los acontecimientos ocurridos a Egipto sean re-establecidos en los últimos días, “una nación”, o sea, Israel, “nacerá en un día”; y otras naciones poco después lo seguirán en un nacimiento en Cristo y en la familia política de Abraham. Cuando esto acontezca, todas las naciones de la tierra serán hijos de Abraham y se regocijarán en Israel, su hermano mayor. Pero cuando Israel era llevado al nacimiento, y estaba temblando a orillas del mar Rojo, ellos estaban a punto de entrar en Moisés. Habían sido engendrados por Dios como su primogénito nacional; pero, ¿iban a nacer por agua en la posesión eterna de Canaán?; ¿o en una posesión en la cual eran tan sólo “peregrinos y forasteros” en esa tierra? Eso dependería del asunto de su bautismo nacional en Moisés o en Cristo; si era en Moisés, ellos sólo podían heredar de acuerdo a su ley; pero, si era en Cristo, entonces obtendrían una posesión nacional eterna de esa tierra, de la cual ninguna otra nación, o confederación de naciones podría privarlos. Pero no podían bautizarse de un modo nacional en Cristo, porque Cristo aún no había venido; y hasta que viniera, y como el Mediador del Nuevo Pacto, padeciera la muerte, ni una persona o nación podía tener herencia eterna en el territorio; porque el pacto carecía de validez mientras el mediador estuviera vivo. Pero hay un final de toda duda en el asunto. El apóstol, al referirse a la pasada por el mar Rojo, escribe: “Porque no quiero, hermanos, que ignoréis que nuestros padres todos estuvieron bajo la nube, y todos pasaron por el mar; y todos EN MOISÉS fueron bautizados (εις τον μωσην) en la nube y en el mar ((εν τη νεφέλη and εν τη θαλασσή) (1 Cor. |0:1-2). Éste era el bautismo nacional, un total obscurecimiento de toda una nación desde el punto de vista de todo observador en ambas orillas del mar. Fue sepultada no sólo en el mar, sino en la nube y en el mar – una nube que era negra como tinieblas para los egipcios, pero luz para Israel entre las heladas paredes del mar. Pero aunque sepultada, la nación fue levantada de nuevo a una nueva vida en la orilla opuesta, dejando atrás a todos sus tiránicos capataces y a toda su servidumbre, purificados por las aguas que retornaban de las profundidades. Entonces, primero, creyendo en Moisés y en el Señor, fueron bautizados en Moisés, y así “salvó Yahvéh aquel día a Israel de manos de los egipcios”, que fueron arrastrados "muertos a la orilla del mar" (Éx. 14:26-31). En celebración de esta grandiosa liberación, ellos cantaron el cántico de Moisés. ¡Qué emocionante incidente fue éste! ¡Seiscientos mil hombres, además de mujeres, niños, y una multitud heterogénea, acampados en la costa, y cantando el cántico de la victoria del Señor sobre sus enemigos! Después de magnificar la gloria de su poder y la gran salvación con la cual él los había liberado, ellos se regocijaron en el futuro que aguardaba su regreso, cuando debía realizarse la posesión de la tierra de Canaán bajo el cetro de Silo “para siempre jamás”. “Tú los introducirás y los plantarás en el monte de tu heredad, en el lugar de tu morada, que tú has preparado, oh Yahvéh, en el santuario del Señor, que han afirmado tus manos. Yahvéh reinará por los siglos de los siglos”. Que el lector lea con atención el cántico de Moisés, teniendo en cuenta que no es sólo una magnificación del pasado, sino también profético de una liberación tan grande, o mayor, de la nación dirigida por Silo. Bajo la conducción de Moisés, fueron salvados por el ángel de Dios (Éx. 14:19); pero cuando llegue el tiempo del segundo éxodo de Egipto, ellos serán salvados por el Cordero de Dios, cuya proeza será aplaudida por del mar de arpistas de Dios del mar de cristal, quienes cantarán el nuevo cántico de Moisés, el siervo de Dios, y el cántico del Cordero, diciendo: “Grandes y maravillosas son tus obras, Señor Dios Todopoderoso;; justos y verdaderos son tus caminos, Rey de los santos. ¿Quién no te temerá, oh Señor, y glorificará tu nombre? Porque sólo tú eres santo; por lo cual todas las naciones vendrán, y adorarán delante de ti, pues tus justos juicios han sido manifestados” (Apoc. 14:1-5 y 15:2-4). Como hemos visto, el cántico de Moisés celebraba el derrocamiento de los egipcios; el cántico del Cordero, “el profeta como Moisés”, celebrará su futuro triunfo sobre todas las naciones en su liberación de las doce tribus de manos de la tiranía de ellas; una redención que resultará en la sumisión de todas las naciones a su soberanía, tal como se predice en el cántico. Y debe observarse que la victoria del Cordero es el cumplimiento de la profecía que está en el cántico de Moisés, y una victoria ganada en una ocasión similar, y en conexión con la misma nación, el cántico del Cordero se llama en el Apocalipsis “el cántico de Moisés y el cántico del Cordero” (Apoc. 15:3). Las generaciones de la nación de Israel se cuentan desde Abraham. Entre siete de ellas hay una notable relación en la forma de tipos y representaciones. Éstas son la cuarta, la quinta, y la catorce, la quinta, la treinta y dos, la cuarenta y dos y, posiblemente, la naciente generación del presente. Los acontecimientos de la cuarta ocurrieron en los días de Moisés; los de la quinta en los días de Josué; los de la catorce, en los días de David; los de la quinta en los días de Salomón; los de la treinta y cuatro, en los días de Zorobabel; los de la cuarenta y dos, en los días de Cristo; y los de la última, la sustancia de todas las que la han precedido, y que está en un futuro aún en desarrollo, pero no sin revelar. Las seis generaciones presentan tantos cuadros, por así decirlo, de lo que se llevará a cabo en la sexta. Pero la falta de espacio no permite más que una alusión al hecho. Refiriéndose los notables incidentes de la historia judaica, el apóstol dice: “Y estas cosas les acontecieron como ejemplo Todo esto les ha acontecido en figura: ((τύποι, cosas representativas), y están escritas para nuestra admonición, para quienes ha llegado el fin de los siglos” (1 Cor. |10:11 – Versión Rey Santiago). Habiendo sido bautizados en Moisés, ellos acudían a él por comida y agua para beber. El ángel los había sacado por su mano hacia un yermo desolado y hostil, con la promesa de darles una tierra que fluye leche y miel. Pero después de tres días, la nación se encontró sin agua; y aunque poco después encontraron un poco, ésta era tan amarga que no podían beberla. Y murmuraban contra Moisés. El Señor los escuchó, y sanó las aguas. Un mes después de su salida de Egipto, se quedaron sin provisiones. De nuevo murmuraron contra Moisés y su profeta; y en su corazón volvieron a la tierra de sus aflicciones. Pero Dios los escuchó y les dio pan y carne hasta dejarlos completamente saciados. Y este sustento continuó con ellos por cuarenta años hasta que llegaron a la frontera de la tierra de Canaán. Uno podría suponer que habiéndoles dado pan del cielo todas sus murmuraciones habrían cesado. Pero cuando llegaron a Refidim y no encontraron agua, volvieron a murmuraron y estaban dispuestos a apedrear a Moisés, y tentaron a Dios, diciendo: “¿Está, pues, Yahvéh entre nosotros o no?” (Éx. 17:7). Aunque el maná seguía cayendo, los rebeldes israelitas ponían en duda la presencia del Señor entre ellos. Aunque tentado, aún tenía paciencia con ellos. Él mandó a Moisés que fuera a la roca de Horeb, en la cumbre del cual estaría él. Entonces Moisés debería golpearla delante de la vista de ellos de que de la roca brotó agua. Y Moisés lo hizo así; y el lugar fue llamado Masah y Meriba (tentación y rencilla) (Éx. 17). En una ocasión posterior, en Cades (Núm. 20), Dios mandó a Moisés que le hablara a la roca. Pero habiendo convocado a la asamblea, él se dirigió a ellos, diciendo: “Oíd ahora, rebeldes; ¿Os hemos de sacar agua de esta peña? Entonces alzó Moisés su mano y golpeó la peña con su vara dos veces, y bebieron la congregación y sus bestias” En esto Moisés se excedió en lo que se le mandó; por lo tanto, el Señor dijo: “Por cuanto no creísteis en mí, para santificarme ante los ojos de los hijos de Israel, por tanto, no llevaréis a esta congregación a la tierra que les he dado” (Núm. 20:12). Estos incidentes tenían una importancia secundaria que se halla en los cumplimientos de la cuadragésima segunda generación. Miles de israelitas y gentiles creyeron en el evangelio del Reino, y fueron bautizados en Cristo. Como un todo, ellos constituían “una nación santa” –una nación dentro de la nación”—que se alimentaba del verdadero pan del cielo y bebían del agua de vida por fe en las cosas de Cristo. Pero eran, y aún lo son, extranjeros y peregrinos en el mundo, que para ellos es como el desierto de Arabia de la cuarta generación. Pero ha habido multitudes en Cristo, como hubo en Moisés, que corrían bien, pero después quedaron atrás. En su corazón volvieron a Cristo, amando al mundo actual, no teniendo fe suficiente para lograr el dominio sobre él. Pues bien, el apóstol asemeja a estas personas a los de la cuarta generación que eran murmuradores y sin fe y cuyos huesos quedaron en el desierto, del cual nunca se levantarán para entrar en la tierra de Israel dirigidos por Silo. “Todos comieron el mismo alimento espiritual”, dice él, “y todos bebieron la misma bebida espiritual, porque bebían de la roca espiritual que los seguía, y la roca era (o representaba a) Cristo. Pero Dios no se agradó de en el desierto. Estas cosas sucedieron como ejemplo para nosotros, a fin de que no codiciemos cosas malas, como ellos codiciaron” (1 Cor. 10:3-6). Su fe fue dirigida por objetos perceptibles; la nuestra por el testimonio escrito. Pero en su mayor parte, los profesores no ven más allá de “las cosas que se ven [y] son temporales” (2 Cor. 4:18). Sea en Moisés, o supuestamente en Cristo, ellos no son más que criaturas de sensaciones, que caminan por la vista y no por fe. Lector no seamos como ellos, sino que regocijémonos en la esperanza en la promesa hecha a los padres, aunque en el presente ante el ojo de los sentidos no parece crecer. “Si alguno come de este pan (espiritual), vivirá para siempre”; y bebiendo de la sangre de Cristo, que es la bebida espiritual representada por el río de Horeb, la roca de Israel en el último día lo levantará a vida en el siglo que viene. Pero si, después del ejemplo de ellos amamos al mundo actual, aunque hayamos creído y obedecido en el principio, quedaremos bajo la sentencia de exclusión del “reposo para el pueblo de Dios” (Heb. 4:9). LA PASCUA DEL SEÑOR En el décimo día de Abib, el primer mes del año, a 430 de la confirmación del pacto, a los israelitas se les mandó que dispusieran un cordero por cada casa, y lo mataran en el decimocuarto día en la noche. Ellos habían de tomar su sangre y rociarla sobre los dos postes de sus casas, y comer su carne esa misma noche, asada al fuego, con pan sin levadura y con hierbas amargas. No debía quedar nada de él hasta la mañana. También deberían comerlo apresuradamente, como si tuvieran que salir en un viaje urgente. El significado de esto era que Dios estaba a punto de eliminar al primogénito de cada familia de Egipto, lo que haría que fuesen expulsados de Egipto a toda prisa; y que cuando el ángel destructor vea la sangre en los dos postes y en el dintel, pasará de largo ante esa casa, y no destruirá al primogénito de ahí. Por esta causa al cordero sed le llamó la Pascua del Señor (Éx. 12:11). Ningún hueso del cordero será quebrado. Ningún extraño, extranjero, y asalariado o incircunciso podrán comer de ella; sin embargo, un siervo comprado con dinero israelita, siempre que haya sido circuncidado, se le permitía participar de ella. Pero esta institución representaba más que los hechos sobre los cuales fue fundada. Apuntaba hacia acontecimientos que estarían conectados con posteriores generaciones de Israel. El apóstol llama a Cristo la Pascua de los creyentes, que fue sacrificada para ellos (1 Cor. 5:7), y los exhorta a “celebrar la fiesta con panes sin levadura, de sinceridad y de verdad” (1 Cor. 5:8). Jesús era el Cordero de la fiesta a quien Dios había proveído. Ni un hueso de él fue quebrado. Su sangre fue rociada, no sobre los postes y el dintel de las casas, sino sobre la puerta del corazón de los creyentes por fe en la sangre rociada. Nadie aunque que quiera puede comer su carne, sino aquellos que son circuncisos de corazón; porque comer su carne es digerir, y hacer una parte de nuestro yo mental, la verdad referente al Reino de Dios y a Jesucristo. Éste es el alimento espiritual sobre el cual se sostiene la existencia espiritual del creyente. Así como el primogénito de Yahvéh fue salvado por la sangre del cordero pascual en Egipto, así también es salvado el creyente en el reino por la sangre de Cristo; de modo que cuando llegue el día de la retribución, el primogénito de todas las naciones, “que no conocen a Dios, ni obedecen el evangelio” serán destruidos, el ángel de la muerte pasará de él y no será dañado. Pero, aunque la Pascua tiene esta relevancia, también representa hechos, o acontecimientos, que se manifestarán en conexión con Israel cuando venga su rey en gloria. Esto es evidente, por las palabras de Cristo cuando participaba de la Pascua con sus apóstoles, los futuros soberanos de las tribus. “En gran manera he deseado comer con vosotros esta Pascua antes que yo padezca, porque os digo que no comeré más de ella hasta que se cumpla en el reino de Dios” y “no beberé más del fruto de la vid hasta que el reino de Dios venga” (Lucas 22:15, 18). Y de este reino, dijo: “Yo, pues, os asigno un reino, como mi Padre me lo asignó a mí, para que comáis y bebáis a mi mesa en mi reino, y os sentéis en tronos para juzgar a las doce tribus de Israel” (Lucas 22:29-30; Mateo 19:28). Entonces, por esto, está claro que la Pascua era profética de lo que ha de cumplirse en el Reino de Dios. ¿Ha venido ese reino? Si ha venido, como algunos erróneamente afirman, entonces Cristo ya ha comido otra Pascua y de nuevo ha bebido del vino con sus apóstoles; porque él dijo que eso haría cuando haya venido el reino. Pero nadie en sus sentidos afirmaría esto. No podría celebrarse otra Pascua hasta un año después; de modo que Jesús no podría comerla con sus discípulos antes de eso. Entonces, ¿dónde está el testimonio de que la haya comido con ellos? No hay ninguno; sino mucho en contrario en todo. La misericordiosa declaración de Jesús es ésta: Comeré de esta Pascua, y beberé del fruto de la vid con vosotros en el Reino de Dios cuando venga. Él no dijo “cuando vayáis al reino más allá del firmamento, sino cuando el reino venga, por lo cual él les había enseñado a orar. Es perfectamente ridículo decir que el reino ha venido y que los apóstoles están en sus tronos. Afirmar esto prueba que el profesor desconoce totalmente el evangelio. Hubo una agradable sentada en tronos cuando todos fueron llevados al tribunal, condenados, encarcelados y azotados ¡por predicar el evangelio del reino en el nombre de Jesús! ¡Qué estragos ha hecho la apostasía a la verdad! El evangelio no predica semejante idea, sino que trata de un reino que el Dios del cielo establecerá en Judea que nunca será quitado de allí; en el cual se regocijarán las doce tribus completas, que poseerán los santos de todos los siglos, y que gobernarán sobre todos. En el presente, todos sus elementos están esparcidos. No es un hecho, sino un asunto de esperanza, en el cual se regocijarán los que creen en las promesas hechas por Dios a los padres. La Pascua debe ser restaurada antes de que Cristo y sus apóstoles puedan comerla en el Reino de Dios. Esto es una de las cosas que se han de re-establecer en “la restauración de todas las cosas”; y la ley de su restauración está en las siguientes palabras: “El mes primero, a los catorce días del mes, tendréis la Pascua, fiesta de siete días; se comerá pan sin levadura. Y aquel día el Príncipe [el Mesías] preparará por sí mismo y por todo el pueblo de la tierra un becerro como ofrenda por el pecado” (Ezeq. 45:21-22). Esto habló el profeta a Israel de la decimocuarta generación, referente a la observancia de la Pascua por el Israel generación contemporánea con la “restauración del reino de Israel”, cuando debería estar constituida bajo el Príncipe. La ley de Moisés dijo todo acerca de la observancia de la Pascua antes de que apareciera el Príncipe; pero como Moisés dejó de ser el legislador cuando él vino, se revela un Nuevo Código por medio de Ezequiel que se convertirá en la ley del reino bajo Silo. Cuando sea observada la Pascua de Ezequiel en Jerusalén, Cristo estará allí, también los apóstoles, Abraham, Isaac y Jacob, y todos los profetas, y muchos desde los cuatro vientos del cielo; todos ellos el primogénito redimidos de la tierra, salvados por la sangre rociada del verdadero Cordero pascual de Dios, y los cuales se encontrarán en Canaán como herederos de sus atributos, celebrando su propia redención, y el derrocamiento de todos sus enemigos por el Señor Jesús en su revelación en fuego abrasador, atendido por los ángeles de su poder. El pan y el vino de la “cena del Señor” son los remanentes de la Pascua, que han de ser compartidos por los circuncisos de corazón y de oídos hasta que Cristo venga con poder y gran gloria. Un judío me ha informado que cuando participan de la Pascua, ellos no comen del cordero, pero tienen un hueso seco de uno en un plato; y que todos los que celebran tocan el borde del plato y unánimemente ofrecen una petición. Esto es notable. Ellos han matado al verdadero Cordero, del cual se alimentan los creyentes del evangelio, mientras que para ellos sólo queda un hueso seco, lo cual es sorprendentemente ilustrativo de ellos mismos. La fe en el Cordero de Dios suple la ausencia del cordero en la Cena del Señor. El pan partido y el vino escanciado conmemoran su sacrificio por los creyentes; y el testimonio que dice: “Haced esto en memoria de mí hasta que yo venga” (Lucas 22:19; 1 Cor. 11:26) mantiene viva la esperanza de su manifestación en el Reino de Dios. Cuando la esperanza se convierta en una realidad, la cena dará lugar a la Pascua; porque cuando Cristo venga, el memorial de su venida deja de ser profético de ese acontecimiento. LAS DOCE TRIBUS CONSTITUIAN EL REINO DE DIOS Los israelitas, que nacieron en la existencia nacional bajo Moisés como un gobernante y un libertador, él los condujo desde el mar Rojo hasta el pie del monte Sinaí para comparecer ante Dios. Al llegar allí, el Señor mandó a Moisés que les dijera: “Vosotros visteis lo que hice a los egipcios, y cómo os llevé sobre alas de águilas y os he traído a mí. Ahora, pues, si dais oído a mi voz y guardáis mi pacto, vosotros seréis mi especial tesoro sobre todos los pueblos, porque mía es toda la tierra. Y vosotros me seréis un reino de sacerdotes y un pueblo santo” (Éx. 19:3-6). Esto fue un ofrecimiento de parte de Dios para convertirse en Rey de ellos basado en lo que él había hecho por ellos. Si ellos aceptaban la propuesta, de ahí en adelante serían un reino. Hasta ese momento habían sido una multitud de esclavos sujetos a la voluntad de los reyes de Egipto. Pero él propuso organizarlos para darles una constitución, religión y leyes; asignarles un gobierno, elevarlos por sus instrucciones a la libertad, independencia y excelencia moral que se pueden alcanzar sólo por la influencia de la verdad divina, para hacerlos la envidia y admiración de las naciones circunvecinas, para hacerlos, en resumen, su reino y su nación amada. Ésta era una propuesta rica en bendiciones. Todo lo que Dios requeriría de ellos era obediencia y adhesión al pacto que él había hecho con sus padres. Los términos del convenio eran altamente deseables. Ninguna nación había recibido una propuesta tan generosa, ni antes ni después. ¿La aceptarían y la cumplirían? Moisés fue enviado a verificarlo. Habiendo llegado al acampamiento, se reunió con los élderes del pueblo y puso ante ellos la proposición. Después de consultar a la nación, regresaron donde Moisés con la respuesta, diciendo: “Todo lo que Yahvéh ha dicho haremos” (Éx. 19:8). Basado en esto, Moisés comunicó al Señor las palabras del pueblo. En esta transacción se estableció un formal acuerdo entre Israel y el Señor. En la respuesta que enviaron a Moisés, ellos aceptaban al Señor como su Rey y se convirtieron en sus súbditos, o “hijos de su reino”. La relación de Dios con las tribus como el rey de ellos es indudable; porque cuando exigieron un rey visible como las otras naciones, el Señor le dijo a Samuel que ellos no lo habían rechazado a él, sino al Señor mismo, cuyo representante entre ellos era Samuel. Por este convenio político, la simiente natural se convirtió en el “REINO DE DIOS”. Fue el primero y el único reino que él tuvo alguna vez entre los hijos del hombre. Pero él volverá a tener otros reinos. Todos los reinos del mundo serán suyos, y los cuales reconocerán al Rey que él ha proveído para que los gobierne (Apoc. 11:15). Pero incluso entonces, el reino fundado al principio de los siglos, el reino de Israel, será su “especial tesoro sobre todos los pueblos” (Éx. 19:5). Si, entonces, entendemos las cosas del “Reino de Dios”, nunca debemos perder de vista a Israel en conexión con el reino. Ciertamente, sin ellos no habría Reino de Dios; y afirmar lo contrario es creer en un reino ¡en el que no hay ninguna nación a la cual gobernar! Ninguna mala conducta de Israel puede disolver el pacto establecido entre ellos y Dios. La rebelión de una nación no elimina los derechos del rey. Si ellos establecen sus propias leyes y gobierno en desafío, se convierte en un asunto de poderío. Si la rebelión triunfa, el rey es destronado; pero si los derechos del trono prevalecen, la nación rebelde no tiene más alternativa que someterse a cualquier condición que pueda prescribir el conquistador. Ésta es precisamente la situación entre Dios e Israel- Las tribus se habían rebelado contra él. Él ha ungido a Jesús de Nazaret como Rey de los Judíos. Pero ellos dicen que nada bueno puede salir de Nazaret (Juan 1:46), y que ellos no lo tendrán a él como su rey (Juan 19:15). Por consiguiente, crucificaron a Jesús, y desde entonces han servido a César. Pero, ¿ha renunciado Dios a sus derechos? ¿Se permitirá él ser destronado por rebeldes, y que su Virrey sea tratado como un malhechor? Todos los que niegan la restauración de Israel, en efecto están diciendo que ‘ellos se rebelaron con éxito contra Dios y su Cristo’. Pero esto no puede ser. Dios los restaurará, “por amor de su nombre” (Sal. 23:3). Él los plantará en Canaán, los establecerá en la tierra conforme a sus antiguos estados, y colocará triunfalmente a Jesús en el trono de David; porque él ha jurado que “el nombre de Jesús se doble toda rodilla… y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor, para la gloria de Dios Padre” (Filip. 2:9-11). Entonces la gran rebelión será suprimida; Dios habrá recuperado sus derechos; su reino será re-establecido, y desde entonces Israel “obedecerá su voz, y cumplirá su pacto”, que originalmente acordaron hacer. Como la nación fue adoptada como el Reino de Dios, y recibió su constitución tres días después, o sea, cincuenta días desde su redención como primogénito de Yahvéh en relación con las naciones; y como también recibió su religión y leyes civiles, como está consignado en Éxodo y en Levítico, todo estaba preparado para transferir a las tribus desde el desierto a la tierra de Canaán. Moisés les había anunciado de sus sufrimientos cuando gemían en Egipto. Pero ellos no escucharon debido a su angustia de espíritu. Sin embargo, cuando fueron “bautizados en Moisés en la nube y en el mar” (1 Cor. 10:2), llegaron a creer en el Señor y en él como su siervo- Pero su probación en el desierto era demasiado para la fe de ellos. Continuamente volvían en su corazón a Egipto. Sin embargo, había llegado el tiempo de poner a una prueba final a esta cuarta generación. Doce hombres principales, uno por cada tribu, fueron enviados desde el desierto de Parán a observar la tierra de Canaán y volver con un informe para el pueblo. Después de una ausencia de cuarenta días, regresaron. Dijeron que la tierra era todo lo que se podía desear, y, ciertamente, fluía leche y miel; pero en cuanto a tomar posesión del país, era imposible, porque los habitantes eran gigantescos y fuertes, y vivían en ciudades bien fortificadas, e Israel no podría vencerlos, porque comparados con ellos, los israelitas no eran más que langostas. Pero Caleb y Josué, que creían en Dios, testificaron lo contrario, y animaron al pueblo a ir de inmediato a poseerla; porque ellos eran bien capaces de vencerla. “La tierra”, dijeron ellos, “por donde pasamos para reconocerla es tierra en gran manera buena. Si Yahvéh se agrada de nosotros, él nos llevará a esa tierra y nos la entregará; es una tierra que fluye leche y miel. Por tanto, no seáis rebeldes contra Yahvéh, ni temáis al pueblo de esta tierra, porque son como pan para nosotros; su amparo se ha apartado de ellos y con nosotros está Yahvéh. No los temáis” (Núm. 14:7-10). Pues bien, cuando todo el pueblo escuchó el negativo informe, ellos clamaron y lloraron toda la noche. Murmuraron contra Moisés, y deseaban que ojalá hubiesen muerto en Egipto o en el desierto antes de haber sido llevados a esta extrema situación. Finalmente, propusieron nombrar un capitán y volverse a Egipto. En cuanto a Caleb y Josué, querían apedrearlos hasta la muerte. Se pide encarecidamente la atención del lector a este pasaje de la historia judía. Al comentar sobre estos incidentes, el apóstol dice que el evangelio les fue predicado en esta ocasión; y que la tierra a la que fueron a espiar estaba conectada con el reposo de Dios. Éstas son sus palabras: “Ellos no pudieron entrar a causa de su incredulidad”; entonces, dirigiéndose a sus hermanos, dice: “Temamos, pues, no sea que estando vigente aún la promesa de entrar en su reposo, alguno de vosotros parezca no haberlo alcanzado. Porque también a nosotros se nos ha predicado el evangelio como a ellos; pero no les aprovechó el oír la palabra a los que la oyeron por no acompañarla con la fe” (Heb. 3:18-19; 4:1-2). En el contexto de este pasaje el apóstol había estado hablando de Moisés y de Cristo; del primero como un fiel siervo en la casa de otro, y el segundo como hijo fiel sobre la casa de Dios, cuya casa son los creyentes en las cosas que se hablaron de la tierra, “si es que hasta el fin retenemos firme la confianza y la gloria de la esperanza en la promesa” (Heb. 3:6). Entonces él introduce el caso de la cuarta generación como una advertencia de las consecuencias fatales dejar ir la esperanza en la promesa. Él cita de un pasaje escrito en la decimocuarta generación, en la cual el Espíritu Santo repite la sentencia sobre ellos y sobre todos los semejantes a ellos que endurecen su corazón, diciendo, “ellos no entrarán en mi reposo”. ¿De qué reposo se habla aquí? La apacible posesión y disfrute de la tierra tan encomiada por Caleb. Ellos no entraron, sino que fueron devueltos hacia el mar Rojo, y deambularon por el desierto durante cuarenta años hasta que los huesos de todos los rebeldes mayores de veinte años de edad quedaron convertidos en polvo. Pero, ¿no obtuvo la quinta generación el reposo cuando poseyeron la tierra bajo la dirección de Josué? No, dice el apóstol, no lo obtuvieron; “porque si Josué les hubiera dado el reposo no hablaría después [por medio de David] de otro día” (Heb. 4:8). El reposo que Josué dio a la nación fue sólo transitorio. Cuando él y sus compañeros de la quinta generación murieron, las naciones que Dios no había expulsado fueron como espinas en el costado de ellos, las cuales les dieron poco reposo en años después. “Por tanto, queda”, dijo él, un reposo para el pueblo de Dios” (Heb. 4:9) en Canaán en el siglo venidero bajo la dirección de Silo, el Príncipe de Paz, cuyo “descanso será glorioso” y no será perturbado por alarmas de guerra. Pues bien, a ellos se les predicó el descanso de Silo. La posesión bajo Josué fue el primer paso al cumplimiento total del pacto. Si la nación hubiera continuado obedeciendo a la voz del Señor y guardando el pacto, y, cuando Cristo viniera, lo hubieran recibido como rey en la proclamación del evangelio, sin duda habrían estado en Canaán hasta ahora; y él habría venido antes de esto, y ahora estaría reinando en Jerusalén como Rey de los judíos y Señor de las naciones. Pero si éste hubiera sido el caso, nosotros los gentiles no habríamos tenido parte alguna en el reino. Habríamos podido alcanzar la vida eterna al término del reinado; pero en la gloria del reino y en la administración de sus asuntos como herederos del mundo juntamente con Abraham y su simiente, no habríamos tenido parte alguna; porque fue la incredulidad de la generación cuarenta y dos de Israel que se convirtió en las riquezas de los gentiles. La cuarta generación “no pudo entrar a causa de su incredulidad” (Heb. 3:19). Tampoco podemos nosotros a menos que también creamos lo que ellos rechazaron; porque el mismo evangelio que les fue predicado a ellos fue predicado por los apóstoles a la generación cuarenta y dos, pero no se puede decir que se predicó a nosotros los de este siglo. Sin embargo, me estoy esforzando por ponerlo delante de la gente en este libro; aunque lo considero una tarea difícil, en vista de que la mente de los hombres está tan mistificada y preocupada con la jerga de las escuelas. El descanso de Dios en Canaán –con lo cual no se da a entender que todos sus santos van a vivir allá, aunque todos los que estén allá serán un pueblo justo. Las cosas que pertenecen a Canaán cubrirán al mundo; y donde haya naciones que gobernar, allí habrá santos para que las gobiernen—pero este reposo, digo, es el gran tema del evangelio, ya sea que lo haya predicado Moisés, Jesús o los apóstoles. El reposo y el reino son términos diferentes, aunque sustancialmente lo mismo. Ambos serán de Canaán, y ambos son el tema de la promesa que hizo Dios Abraham y a su simiente para siempre. LA CASA REAL DEL REINO El pacto hecho con Abraham prometía un heredero inmortal de Canaán, y que en la última profecía de Jacob quedó revelado claramente que él sería su Rey, y que debería descender de Judá. Por esto, se entendía que Judá sería la tribu real; pero no se sabía de cuál familia de Judá nacería. Éste era un asunto que permaneció en suspenso hasta la décima cuarta generación. Hacía mucho tiempo en que la nación se había establecido en Canaán. Por cuatrocientos cincuenta años las leyes del reino habían sido administradas por jueces hasta que finalmente el pueblo exigió un rey que entrara y saliera a la vista de ellos, como ocurría en las naciones vecinas. Esto sucedió en los días de Samuel el profeta quien presentó al Señor la petición del ellos. Aunque a él le desagradó la exigencia, ya que en efecto era un rechazo a él, no obstante, les concedió lo que pedían, y les dio a Saúl, de la tribu de Benjamín, hasta que otro hombre, en el que había puesto su corazón, adquiriera suficiente experiencia en la escuela de la adversidad para ocupar su lugar. Este hombre era David, hijo de Isaí, y de la tribu de Judá. Dios ordenó a Samuel que lo ungiera como rey de Israel. Por este acto, David se convirtió en el ungido del Señor, o Cristo; y cuando él ascendió al trono, gobernó como el rey de Yahvéh. En un período anterior a su reinado, él estuvo muy imbuido en guerras, a lo que por fin el Señor puso término y el Señor lo libró de todos sus enemigos. En esta crisis de su historia, le vino a su corazón el deseo de construir un templo magnífico para guardar el arca y los querubines de gloria. Aunque el Señor aprobó en sumo grado el deseo que impulsó esa resolución, él prohibió que él la llevara a cabo. La obra era demasiado trascendental para que la emprendiera alguien en el caso de David. Yahvéh, que era el verdadero rey de Israel no permitió que se erigiera un templo nacional por un gobernante subordinado sin que fuera básicamente dirigido por él. David había derramado mucha sangre, lo que considerado como una objeción a que él hiciera algo más que reunir los materiales; que su hijo los organizaría después de su fallecimiento. Entonces, la palabra del Señor vino a Natán, diciendo: “Ve y di a mi siervo David. Así ha dicho Yahvéh: Tú no me construirás casa para que yo habite (Versión Biblia Peshitta)… Asimismo, Yahvéh te hace saber que él te hará casa”. Lo que sigue a continuación es una explicación de lo que quiere decir esta frase. “Y cuando tus días se hayan cumplido y duermas con tus padres, yo levantaré a un descendiente tuyo después de ti, quien procederá de tus entrañas, y estableceré su reino. Él edificará casa a mi nombre, y yo estableceré para siempre el trono de su reino. YO LE SERÉ POR PADRE, Y ÉL ME SERÁ POR HIJO. Y si él hace mal, yo le corregiré con vara de hombres y con azotes de hijos de hombres; pero mi misericordia no se apartará de él, como la aparté de Saúl, a quien quité de delante de ti. Y serán afirmados tu casa y tu reino para siempre DELANTE DE TU ROSTRO, y tu trono será establecido eternamente” (2 Sam. 7:11-16). A estas promesas se les llama “un pacto eterno, las misericordias fieles de David” (Isaías 55; 3; Hechos 13:34). No puede haber duda respecto a quién se refieren, porque el apóstol las ha aplicado a Cristo (Heb. 1:5). En sus últimas palabras, David se expresa de esta manera referente a ellas: “El Dios de Israel me ha hablado, me habló la Roca de Israel. El que gobierna a los hombres con justicia, que gobierna en el temor de Dios; es como la luz de la mañana cuando sale el sol en una mañana sin nubes; como la hierba de la tierra brota; por el resplandor después de la lluvia. No así mi casa para con Dios. Pues él ha hecho pacto eterno conmigo, bien ordenado en todas las cosas y seguro. Aunque todavía no haya hecho florecer toda mi salvación y todo mi deseo” (2 Sam. 23:3:5). Este pacto acerca del trono y del reino era el deseo y salvación de David, porque le prometía una resurrección a vida eterna, en la seguridad de que su casa, reino y trono con el hijo de Dios y su hijo, una persona sentada en el trono, sería establecida en su presencia para siempre. “Hice un pacto con mi escogido; juré a David, mi siervo, diciendo: Para siempre estableceré tu simiente, y edificaré tu trono de generación en generación… Él clamará a mí: Mi padre eres tú, mi Dios, y la roca de mi salvación. Yo también le haré mi primogénito, el más excelso de los reyes de la tierra… No olvidaré mi pacto, ni cambiaré lo que ha salido de mis labios. Una vez he jurado por mi santidad, y no mentiré a David. Su simiente será para siempre, y su trono como el sol delante de mí; como la luna será firme para siempre, y como un testigo fiel en el cielo” (Sal. 89, 3, 4, 19.28, 34-37). Después de estos testimonios no se requiere mayor prueba de que la familia de David fue constituida por medio de un solemne pacto en la Casa Real del Reino de Dios; y que aquel de la posteridad de David a quien Dios reconocería como su hijo sería su rey a perpetuidad. Los derechos de Jesús a ser la simiente de David y el Hijo de Dios han sido plenamente establecidos mediante su resurrección de entre los muertos; lo que es una seguridad para todos los hombres, tanto judíos como gentiles, de que Dios lo ha designado como el Santo de Israel, su rey; para gobernar al mundo en justicia, y para establecer la verdad y equidad entre las naciones, como Dios juró a Moisés, diciendo: “Pero tan ciertamente como vivo yo, que toda la tierra será llena con la gloria de Yahvéh” (Núm. 14:21 – Versión Rey Santiago). Entonces procedamos ahora a formular otras preguntas acerca de EL REINO Y EL TRONO DE DAVID Como ya hemos visto, hay dos pactos eternos de promesa sobres los cuales se basa el reino de Dios – uno que fue hecho con Abraham, y el otro con David. El primero da la tierra de Canaán a su Simiente para siempre; el otro da el reino y el trono establecido sobre él, mientras dure la luna. De les llama de David porque sólo su familia puede poseer el reino. Sin embargo, el reino de David es también “el reino de Dios y de su Ungido”, o Cristo; porque, sea de David, o del Hijo de David, la vigésima octava generación después de él, se siente en el trono, ambos son los Ungidos del Señor y gobiernan en su reino como sus representantes. La gran diferencia entre los dos con respecto al ungimiento es que David el primero, fue ungido con aceite material santo por la mano de Samuel; mientras que Jesús fue ungido con el Espíritu Santo cuando salió del Jordán, directo de la gloria excelente. De ahí que Jesús, que es el David segundo, así como el segundo Adán, es el Cristo de Yahvéh, o el Rey Ungido, en un sentido más alto que “su padre David”. El Señor Cristo y el rey David están relacionados en varias profecías, porque el pacto eterno de la promesa hecha con este último declara sus misericordias a ambos, de una vez al mismo tiempo. David ha de presenciar el cumplimiento de sus promesas; porque la Escritura dice: “Tu casa y tu reino permanecerán para siempre”. ¿Pero cuándo? “DELANTE DE TI” (2 Sam. 7:16 – Versión Rey Santiago). Por esto es evidente que el establecimiento eterno de su reino no puede efectuarse bajo las circunstancias que se han producido desde la muerte de David hasta el presente; porque si ha de existir perpetuamente “delante de”, o en la presencia de David, David debe ser resucitado a la vida de inmortalidad; porque si fuera mortal no podría presenciar para siempre su trono ocupado por Cristo. Pero David “está muerto y sepultado”, dijo Pedro, “y su sepulcro está con nosotros hasta el día de hoy”. “No subido a los cielos” (Hechos 2:29, 34 – Versión Rey Santiago). Entonces, si él “está muerto” y “no se ha ido al cielo”, como dice la frase, él no está vivo en ningún sentido; en consecuencia, las promesas del pacto no se han cumplido. David debe estar vivo cuando se cumplan. Cristo, su hijo divino, se ha manifestado y ha sido glorificado, y Dios lo ha reconocido como su Hijo; pero en ningún otro aspecto se ha cumplido el pacto; porque él no ha heredado ni la tierra de Canaán, ni el reino ni el trono de David que una vez estuvo allí. Pero, ¿dónde están el reino y el trono de David? ¿En el cielo, más allá del firmamento, donde Cristo está a la diestra de Dios, y dónde las almas preciosas van cuando mueren?” ¡Esa es la respuesta que da la teología gentil! ¿Acaso debería asombrarnos de que los judíos sientan tal desprecio por lo que se llama “cristianismo”, cuando escuchan a sus ministros afirmar solemnemente semejante necedad?¿Se han trasladado Canaán, Jerusalén y las doce tribus más allá del firmamento? Oh, no, dicen ellos, todo esto permanece, ¡pero son representaciones de cosas que existen donde está Jesús! ¡Ay! ¡Qué cosa tan lamentable! ¡Qué idea tan confusa y enredada es ésta que sale de la boca de “grandes hombres, buenos y piadosos”! Se admite que los reinados de David y Salomón eran típicos, o representativos, del reinado de Cristo; sin embargo, no más allá del firmamento, pero en su trono y en su reino en la verdadera tierra prometida a Abraham. Pero, podría alguien preguntar, si no es más allá del firmamento, ¿dónde están el reino y el trono de David? En respuesta a esta pregunta, lector, fíjese bien, en el presente, no existen en ninguna parte. Existieron alguna vez, y aunque tuvieron existencia, eran el reino y trono de Dios entre los hombres. Él tiene reinos y tronos en otras orbes; pero nosotros no tenemos nada que ver con ellos, y no tenemos más derecho, aun si tuviésemos el poder, de ir a tomar posesión de ellos ya sea como “almas” o cuerpos, que los ángeles tienen de venir a apoderarse de todos los tronos y reinos de la tierra que pertenecen por herencia a Cristo y a sus hermanos. Pero dejemos a los búhos y murciélagos los ídolos de las escuelas o seminarios, los venerables fantasmas de la apostasía, y volvamos al esclarecedor testimonio de Dios. La Escritura, previendo que Dios temporalmente aboliría el reino de David, dijo en vista del pacto: “Mas tú has desechado y menospreciado a tu ungido; te has airado con él. Has despreciado el pacto con tu siervo; has profanado su corona hasta la tierra. Has abierto brecha en todos sus muros; has reducido a ruinas sus fortalezas. Lo saquean todos los que pasan por el camino; es oprobio a sus vecinos. Has exaltado la diestra de sus adversarios; has alegrado a todos sus enemigos. Has embotado asimismo el filo de su espada, y no lo has levantado en la batalla. Has hecho cesar su esplendor, y has echado por tierra su trono. Has acortado los días de su juventud le has cubierto de vergüenza” (Sal. 89:38-45). Esto es descriptivo del estado del reino de Dios y de David por veinticinco siglos pasados. La corona y el trono están en el polvo, y el territorio y el pueblo un objeto de oprobio entre las naciones. En vez de que se haya cumplido el pacto, si el presente estado de cosas fuera final, pacto, estaría “vacío” y la promesa de Dios habría fallado. Entonces, en vista de cómo están las promesas y cosas, la Escritura pregunta: “¿Hasta cuándo, oh Yahvéh? ¿Te esconderás para siempre? Señor, ¿dónde están tus antiguas misericordias que juraste a David por tu fidelidad?” (Sal. 89:46-49). Sí, ¿dónde están? En promesa todavía. A la luz de los hechos, ¿qué hemos de decir al testimonio, que David nunca querrá un hombre que se siente en el trono de la Casa de Israel? “Así dice Yahvéh: Si pudierais romper mi pacto con el día… de tal manera que no hubiera día a su tiempo, también se podría romper mi pacto con mi siervo David, para que dejara de tener un hijo que reinara sobre su trono” (Jer. 33:17, 20, 21). ¿Qué diremos de esto? No ha habido ningún hijo de David reinando sobre el trono desde el destronamiento de Sedequías por Nabucodonosor quinientos noventa y cinco años antes del nacimiento de Cristo. Pero no es un asunto de sucesión ininterrumpida; sino de la eterna ocupación del trono conforme al pacto. Cuando llegue el tiempo de que esto se cumpla, notado por la resurrección de David, de ahí en adelante su hijo ocupará el trono dedl reino de Israel para siempre. Pero, ¿qué dicen las Escrituras? Poco antes de la caída de Jerusalén por los caldeos, los pecados de Judá y su rey habían llegado a su plenitud. En aquel tiempo, estaba Sedequías en el trono con la corona de David. A Ezequiel se le mandó decirle: “Tú, profano y malvado príncipe de Israel, cuyo día ha llegado en el tiempo de la consumación de la iniquidad, así ha dicho Yahvéh: Depón la tiara y quita la corona; esto [Sedequías] no será más así [hijo de David referido en el pacto]; lo bajo será exaltado, y lo alto será abatido”. Es decir, Sedequías sería destronado. Pero entonces, ¿qué pasaría con el reino de David? Escuchemos al Señor por medio de su profeta: “A ruina, a ruina, a ruina lo reduciré, y éste no será más HASTA que venga aquel [Silo] de quien es el derecho, y yo se lo entregaré” (Ezeq. 21:25-27). Conforme a esta palabra, así ha ocurrido al pie de la letra. Al rey le sacaron los ojos; Sión fue arada como un campo; y ni una tribu permaneció en su tierra. Después de un cautiverio de setenta años, hubo una restauración dirigida por Esdras, Zorobabel, Josué, y Nehemías. Pero hasta el año 165 a.C., los israelitas que estaban en Canaán ni siquiera eran un reino, sino una provincia sometida a la monarquía persa, y después a los macedonios. Cerca del año ya señalado, de nuevo se convirtieron en un reino, pero no el de David. El trono era de los asmoneos, quienes eran de la tribu de Leví. Su dinastía fue desalojada por el senado romano que instaló en cambio a la familia de Herodes. Él era un idumeo, y reinó hasta después del nacimiento de Jesús, a quién él procuró darle muerte. Lo sucedió Arquelao, quien fue depuesto por los romanos, y Judea quedó reducida a la forma de una provincia dirigida por un procurador romano; verificando de este modo, como se supone, que el cetro fuera quitado de Judá cuando viniera Silo; y así ocurrió cuando Dios llamó a su hijo Jesús de Egipto. Desde ese tiempo hasta el presente, no ha habido ningún reino, o trono de Israel, en Canaán. La comunidad hebrea fue disuelta por los romanos a los treinta años aproximadamente después de la crucifixión; y no ha habido ni habrá más hasta que venga el Señor Jesús, que es el Rey de los judíos, y sólo él tiene el derecho de gobernar. Con referencia a este tiempo feliz que está cerca, a la mano, está escrito: “He aquí vienen los días, dice Yahvéh, en que yo confirmaré la buena palabra que he hablado a la casa de Israel y a la casa de Judá. En aquellos días y en aquel tiempo haré brotar a David un Renuevo de justicia, y hará juicio y justicia sobre la tierra. En aquellos días Judá será salvo, y Jerusalén habitará segura; y éste es el nombre por el cual será llamada: Yahvéh, justicia nuestra” (Jer. 23:5-6; 33:14-16; Ezeq. 48-35; Isaías 24:23. Entonces, el Reino de Dios ha existido una vez, pero, por el presente no existe más. Existió desde la cuarta a la vigésima octava generación, un período de más de mil años; pero ha estado extinto por más de dos mil quinientos años; un tiempo tan extenso que a juicio del mundo ¡la promesa de su restauración se ha convertido en nada más que una fábula o especulación! Pero el creyente en el evangelio de este reino se regocija en la segura y cierta esperanza de su restitución, y gloriosa y triunfante existencia de mil años, al término de la cual los reinos de la tierra no estarán, pero Dios será todo y en todos. Entonces, el lector percibirá por esta exposición que el Reino de Dios debe estudiarse en los dos períodos de su existencia: en los mil años del pasado, y en los mil años de la era que viene. Como Reino de Dios en el pasado es el más grandioso tema de la historia antigua o moderna; pero como su reino del futuro, es el tópico sublime de “la verdad que está en Jesús” (Efe. 4:21). En el pasado existió bajo la ley de Moisés, la que no hizo nada perfecto. Sus reyes y sacerdotes eran hombres frágiles y mortales que poseyeron el reino por un breve espacio, y entonces “lo dejaron a otro pueblo”. Sus súbditos eran rebeldes y sus tierras fueron invadidas y asoladas por las manos de enemigos despiadados y bárbaros. ¡Pero cómo cambiaron será su fortuna en la era del Mesías! La misma tierra y nación estarán bajo la ley del Nuevo Pacto que procede de Sión. Todo será perfeccionado. Su rey y pontífice será el Rey inmortal de la diestra de Dios. Los gobernantes de las tribus serán los pescadores de Galilea, “brillando como las estrellas por siempre jamás”. Los jefes de las ciudades, y los poseedores de su gloria, sus honores y sus dominios serán los santos de Dios, “igual a los ángeles”, y no estarán más sujetos a la muerte. Resumiendo, “los santos del Altísimo tomarán el reino y lo poseerán eternamente, por los siglos de los siglos” (Dan. 7:18; 2:44); nunca retrocediendo de su lugar, ni dejándolo para que lo posean otros. |